Ignacio Ruiz Quintano
En las metáforas gastronómicas de Ramón Gómez de la Serna, caníbal fue el que se comió a Aníbal, que ahora se escribe Hannibal y es un caníbal que hace furor en el cine, es decir, mucho dinero, circunstancia, por cierto, que ya está provocando más de un berrinche entre las preciosas ridículas de nuestra intelectualidad, que, acostumbradas a proceder por razones morales en un asunto meramente gastronómico, en seguida deducen que aquí, para ganar dinero, va a haber que comerse a un compañero. ¿A qué esperan?
Julio Camba, al que los periódicos de la competencia llamaban Julio Caníbal, dividió a los detractores de la cocina antropofágica en dos categorías: la de aquellos a quienes, objetivamente, les repugna la idea de comerse a un amigo, y la de aquellos otros a quienes, si les repugna esta idea, es por la idea complementaria de que un amigo pueda comérselos a ellos. En el mundillo periodístico, este dilema hobbesiano del apetito se llama deontología profesional, cuya solución «maximín» —el mejor caso entre los peores— es la paz armada.
Camba no ocultaba que existe una humanidad cebona, destinada a desempeñar entre nosotros el mismo papel que entre el ganado vacuno desempeña el buey Durham con relación a los bueyes de carreta. Económicamente, damos por sentado que esa humanidad sólo tiene una aplicación culinaria. Por otro lado, también damos por sentado que gastronómicamente la antropofagia constituye un error, y entonces surge la pregunta política: «¿Para qué vamos a seguir engordando por ahí a tanto gandul mientras nuestras pobres gallinas se comen las chinas de las carreteras?»
El canibalismo es un asunto cultural, no moral. Los antropófagos australianos que recibieron con los brazos abiertos al capitán Cook eran unos benditos, y, sin embargo, Bernard Shaw, que jamás se permitió en la mesa otro placer que el de chupar juncias, fue más malo que la quina. La delgadez del chinche fabiano era tan extrema que un día Chesterton, dándose de bruces con él en una esquina londinense, exclamó: «¡Santo Dios! Al verlo a usted cualquiera pensaría que hay hambre en el país.» A lo que Shaw, midiendo con los ojos la barriga del creador del Padre Brown, replicó: «Y uno se da cuenta del porqué al verlo a usted.» Como buen vegetariano, Bemard Shaw pretendía hacer pasar por sabiduría lo que únicamente es ingenio, pero sus razonamientos deductivos en defensa del vegetarianismo (que «enterremos una vulgar semilla y veremos salir una gigantesca encina, pero que no enterremos una pata de cordero porque no veremos salir otro cordero, etcétera) resultan intelectualmente inferiores a las sutilezas metafísicas que urdió Santo Tomás para resolver el problema corporal de los caníbales y sus víctimas cuando llegue el día de la resurrección, que ésa es otra. ¿Qué respuesta ofrece el cine americano a la inquietud que supone caer en la mesa de un caníbal y permanecer incompleto durante toda la eternidad?
Todo el mundo sabe, en fin, que «Hannibal» no es la «Summa contra gentiles», pero precisamente por eso va a verla todo el mundo. ¿Dónde está la contrariedad? Anthony Hopkins se coloca la máscara de cuero de Hannibal por el mismo motivo que Daja-Tarto se colocaba el turbante de raso blanco de faquir, porque le pagan por hacer el oso, y hay que ser completamente tonto para ponerse a refunfuñar en la cola del cine, primero, y luego en los periódicos, contra los críticos cinematográficos que no se molestan en avisar a sus lectores de que la interpretación más o menos antropofágica del señor Hopkins, que personalmente es feliz quedándose solo en su casa para regar el jardín y contestar al teléfono, no resuelve los problemas filosóficos del hombre. ¿Qué clase de problemas filosóficos serían los del hombre, si pudieran resolverse vistiendo de sacabuches a un caballero inglés?
Por ese lado, los profesionales del cine, que por algo prosperan mejor en América, siempre han sido menos pretenciosos que los profesionales de las letras, que por algo prosperan mejor en Europa, salvo el caso, ciertamente insólito, de Issei Sagawa, el caníbal japonés que, tras devorar a una holandesa en París, hoy, merced a un error judicial, ejerce su magisterio como crítico gastronómico en el país del sol naciente.
Julio Camba, al que los periódicos de la competencia llamaban Julio Caníbal, dividió a los detractores de la cocina antropofágica en dos categorías: la de aquellos a quienes, objetivamente, les repugna la idea de comerse a un amigo, y la de aquellos otros a quienes, si les repugna esta idea, es por la idea complementaria de que un amigo pueda comérselos a ellos. En el mundillo periodístico, este dilema hobbesiano del apetito se llama deontología profesional, cuya solución «maximín» —el mejor caso entre los peores— es la paz armada.
Camba no ocultaba que existe una humanidad cebona, destinada a desempeñar entre nosotros el mismo papel que entre el ganado vacuno desempeña el buey Durham con relación a los bueyes de carreta. Económicamente, damos por sentado que esa humanidad sólo tiene una aplicación culinaria. Por otro lado, también damos por sentado que gastronómicamente la antropofagia constituye un error, y entonces surge la pregunta política: «¿Para qué vamos a seguir engordando por ahí a tanto gandul mientras nuestras pobres gallinas se comen las chinas de las carreteras?»
El canibalismo es un asunto cultural, no moral. Los antropófagos australianos que recibieron con los brazos abiertos al capitán Cook eran unos benditos, y, sin embargo, Bernard Shaw, que jamás se permitió en la mesa otro placer que el de chupar juncias, fue más malo que la quina. La delgadez del chinche fabiano era tan extrema que un día Chesterton, dándose de bruces con él en una esquina londinense, exclamó: «¡Santo Dios! Al verlo a usted cualquiera pensaría que hay hambre en el país.» A lo que Shaw, midiendo con los ojos la barriga del creador del Padre Brown, replicó: «Y uno se da cuenta del porqué al verlo a usted.» Como buen vegetariano, Bemard Shaw pretendía hacer pasar por sabiduría lo que únicamente es ingenio, pero sus razonamientos deductivos en defensa del vegetarianismo (que «enterremos una vulgar semilla y veremos salir una gigantesca encina, pero que no enterremos una pata de cordero porque no veremos salir otro cordero, etcétera) resultan intelectualmente inferiores a las sutilezas metafísicas que urdió Santo Tomás para resolver el problema corporal de los caníbales y sus víctimas cuando llegue el día de la resurrección, que ésa es otra. ¿Qué respuesta ofrece el cine americano a la inquietud que supone caer en la mesa de un caníbal y permanecer incompleto durante toda la eternidad?
Todo el mundo sabe, en fin, que «Hannibal» no es la «Summa contra gentiles», pero precisamente por eso va a verla todo el mundo. ¿Dónde está la contrariedad? Anthony Hopkins se coloca la máscara de cuero de Hannibal por el mismo motivo que Daja-Tarto se colocaba el turbante de raso blanco de faquir, porque le pagan por hacer el oso, y hay que ser completamente tonto para ponerse a refunfuñar en la cola del cine, primero, y luego en los periódicos, contra los críticos cinematográficos que no se molestan en avisar a sus lectores de que la interpretación más o menos antropofágica del señor Hopkins, que personalmente es feliz quedándose solo en su casa para regar el jardín y contestar al teléfono, no resuelve los problemas filosóficos del hombre. ¿Qué clase de problemas filosóficos serían los del hombre, si pudieran resolverse vistiendo de sacabuches a un caballero inglés?
Por ese lado, los profesionales del cine, que por algo prosperan mejor en América, siempre han sido menos pretenciosos que los profesionales de las letras, que por algo prosperan mejor en Europa, salvo el caso, ciertamente insólito, de Issei Sagawa, el caníbal japonés que, tras devorar a una holandesa en París, hoy, merced a un error judicial, ejerce su magisterio como crítico gastronómico en el país del sol naciente.
Issei Sagawa
Issei Sagawa, el caníbal japonés que, tras devorar a una holandesa en París, hoy, merced a un error judicial, ejerce su magisterio como crítico gastronómico en el país del sol naciente