Ignacio Ruiz Quintano
Ay, que la serpentina del genoma humano, blanca y radiante como un córner de Figo, se nos ha quedado en el palo corto, es decir, a la mitad, casi lo mismo que el órgano llamado de la filogenitura, ese argumento d'orsiano que todos los hombres tienen entre manos y cuya erección media, según el último vistazo estadístico, ha bajado de quince centímetros a trece y medio. Una chuchería. ¿Vamos a escandalizarnos ahora porque diez mil mujeres se congregaran el sábado en el Madison neoyorquino para gritar «¡Vagina! ¡Vagina!» al mando de Jane Fonda, su Jenofonte? Las feministas están para arrancarle pelos al lobo, que los pierde solo, aunque lo del Madison tuvo trazas de asonada de vampiresas de la corte de Isabel Bathory, la condesa rumana que acostumbraba a bañarse diariamente en la sangre de los sirvientes que contrataba, y todo esto, por cierto, en el siglo en que Newton urdió sus «Principios de la mecánica», un enorme rompecabezas científico que a las lectoras de Sandra Harding les parece, simplemente, un «manual de violación». ¿Qué les parecerá la serpentina de Craig Venter?
A John Le Carré le da miedo un mundo gobernado por Bush, Putin y, por supuesto, Sharón, elegido por el pueblo elegido a pesar de la denuncia del «Washington Post», que reveló sus madrigales a la asesora de Seguridad de Bush, Condoleezza Rice, cuyas piernas, al decir del león de Judá, que sólo acata órdenes de su asesor de imagen, no lo habían dejado concentrarse en los temas que debían discutir en la reunión. Esta revelación periodística aumentó la excitación sabatina del Madison, aunque, bien mirado, ¿qué podía haber en la mirada que Sharón fulminó contra la señora o señorita Rice, sino el hambre sexual de generaciones y generaciones bíblicas?
Le Carré tiene la viveza ratonil del espía viejo al que le gusta el queso y asustar a las mujeres, y si dice que le da miedo un mundo gobernado por Bush, Putin y Sharón lo que quiere es que demos un salto y nos subamos a una silla, como las lectoras de sus novelas, sólo que aquí somos poco amigos de novelas, y no nos dejamos impresionar con esas triquiñuelas. El uruguayo Darío Silva llamó el otro día «maricón» y «nenaza» a Guti en el Bernabéu, y Guti, que es torrejonero, no corrió al palco a sentarse en las rodillas de Florentino Pérez. En el fútbol manda el Madrid, y en el césped del Bernabéu pueden florecer todas las pasiones, menos el sexo, porque en el mando no hay sexos. ¿Acaso bajo el matriarcado los hombres viven mejor que las mujeres bajo el patriarcado? Con un maletín nuclear en la mano, la señora o señorita Rice es tan sensible a las zalemas de Sharón como lo hubiera sido el general Patton. La mujer guarda su ternura para el ocio.
Julio Camba descubrió en América que el ocio era un privilegio femenino. No le faltaban argumentos. Cuando los hombres no tienen tiempo más que para ganar dinero, las mujeres son las encargadas de gastarlo. Se escribe y se pinta para las mujeres. Los novelistas enloquecen por sacarse de la cabeza tanta ñoñez y la pintura se vuelve figurín. Los hombres compran las revistas culturales para las mujeres, como pudieran comprar bombones, y si a veces hojean algún artículo, esto no demuestra nada. También a veces chupan algún bombón. Bajo el influjo de la mujer, el negro desaparece de la pintura, para dejarle lugar al blanco, al rosa y al azul celeste. Nada de santos barbudos o de mendigos harapientos. Personajes alegres, limpios y bien vestidos. Lo bonito en vez de lo bello. Lo «mignon», lo precioso.
La línea clara, en una palabra. Un arte de cuyas obras se pueda hablar como de un producto de repostería. «Exquisito este cuadro, ¿verdad?» «Delicioso. Una verdadera monada...»
Baudrillard buscaba en esta insignificancia del arte «un misterio en filigrana» que nuestra ministra de Cultura acaba de resolverle gracias a Manolo Escobar, que es su Gombrich. Para Manolo Escobar, ir a Arco es como ser niño y esperar que una vez al año te lleven a una tienda de chucherías. «¡Qué monada!», pensó la ministra. Y se la ha apropiado.
A John Le Carré le da miedo un mundo gobernado por Bush, Putin y, por supuesto, Sharón, elegido por el pueblo elegido a pesar de la denuncia del «Washington Post», que reveló sus madrigales a la asesora de Seguridad de Bush, Condoleezza Rice, cuyas piernas, al decir del león de Judá, que sólo acata órdenes de su asesor de imagen, no lo habían dejado concentrarse en los temas que debían discutir en la reunión. Esta revelación periodística aumentó la excitación sabatina del Madison, aunque, bien mirado, ¿qué podía haber en la mirada que Sharón fulminó contra la señora o señorita Rice, sino el hambre sexual de generaciones y generaciones bíblicas?
Le Carré tiene la viveza ratonil del espía viejo al que le gusta el queso y asustar a las mujeres, y si dice que le da miedo un mundo gobernado por Bush, Putin y Sharón lo que quiere es que demos un salto y nos subamos a una silla, como las lectoras de sus novelas, sólo que aquí somos poco amigos de novelas, y no nos dejamos impresionar con esas triquiñuelas. El uruguayo Darío Silva llamó el otro día «maricón» y «nenaza» a Guti en el Bernabéu, y Guti, que es torrejonero, no corrió al palco a sentarse en las rodillas de Florentino Pérez. En el fútbol manda el Madrid, y en el césped del Bernabéu pueden florecer todas las pasiones, menos el sexo, porque en el mando no hay sexos. ¿Acaso bajo el matriarcado los hombres viven mejor que las mujeres bajo el patriarcado? Con un maletín nuclear en la mano, la señora o señorita Rice es tan sensible a las zalemas de Sharón como lo hubiera sido el general Patton. La mujer guarda su ternura para el ocio.
Julio Camba descubrió en América que el ocio era un privilegio femenino. No le faltaban argumentos. Cuando los hombres no tienen tiempo más que para ganar dinero, las mujeres son las encargadas de gastarlo. Se escribe y se pinta para las mujeres. Los novelistas enloquecen por sacarse de la cabeza tanta ñoñez y la pintura se vuelve figurín. Los hombres compran las revistas culturales para las mujeres, como pudieran comprar bombones, y si a veces hojean algún artículo, esto no demuestra nada. También a veces chupan algún bombón. Bajo el influjo de la mujer, el negro desaparece de la pintura, para dejarle lugar al blanco, al rosa y al azul celeste. Nada de santos barbudos o de mendigos harapientos. Personajes alegres, limpios y bien vestidos. Lo bonito en vez de lo bello. Lo «mignon», lo precioso.
La línea clara, en una palabra. Un arte de cuyas obras se pueda hablar como de un producto de repostería. «Exquisito este cuadro, ¿verdad?» «Delicioso. Una verdadera monada...»
Baudrillard buscaba en esta insignificancia del arte «un misterio en filigrana» que nuestra ministra de Cultura acaba de resolverle gracias a Manolo Escobar, que es su Gombrich. Para Manolo Escobar, ir a Arco es como ser niño y esperar que una vez al año te lleven a una tienda de chucherías. «¡Qué monada!», pensó la ministra. Y se la ha apropiado.
Isabel Bathory
Isabel Bathory, la condesa rumana que acostumbraba a bañarse diariamente en la sangre de los sirvientes que contrataba, y todo esto, por cierto, en el siglo en que Newton urdió sus «Principios de la mecánica», un enorme rompecabezas científico que a las lectoras de Sandra Harding les parece, simplemente, un «manual de violación»