La Monarquía y sus enemigos
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El alfa y el omega de la Revolución francesa (golpe de Estado de junio del 89 y golpe de Estado de Brumario) es un cura, Sieyes, que a la caída de Robespierre maldice “a los hombres y a los pueblos que creen saber lo que quieren cuando no hacen más que querer”.
–¿Una República? –bichea Bonaparte–. ¡Qué idea! ¡Una República de treinta millones de hombres! ¿Dónde está la posibilidad? El pueblo francés necesita la gloria, la satisfacción de la vanidad.
En España, dos hombres pequeñitos, Pablemos y Garzón, dicen que el pueblo quiere la República. ¿Qué República? ¿La República extensa de Hume que inspiró a Hamilton la gran república americana? No, la República española, aquélla que cuando advino hizo protestar a Azaña en su chiscón: “Un mes más de encierro y terminaba la novela”.
El argumento republicano de Pablemos y Garzón es que en la Monarquía parlamentaria el pueblo no vota al rey. Y en una República parlamentaria no vota al presidente, pero esto ellos no lo saben.
La democracia política es un taburete de tres patas: la representativa en la sociedad, la electiva en el gobierno y la divisoria en el poder estatal. Dando por bueno el sistema electoral, que es dar mucho, el taburete republicano tuvo sólo una pata, y coja, razón por la cual se pegó el batacazo. Fue una monarquía con botas, las de don Niceto, desalojado del sillón con la trapisonda de Azaña, que llamaba “petenera” al presidente, del artículo 81 de una Constitución que incumplía su única razón de ser, separar los poderes (artículo 16 de los Derechos del Hombre), haciendo indigna la obediencia política. Sin elección, directa y separada, del gobernante, el gobernado podrá engañarse y creer que se gobierna a sí mismo porque se identifica con el partido del gobierno, pero eso es como creer que Elvis está vivo, cosa que en España cree, o finge creer, todo el mundo.
En realidad, Pablemos aspira a mudarse de Galapagar al Palacio de Oriente, cuyo último inquilino, por cierto, fue Azaña.