domingo, 20 de septiembre de 2015

El cierre de Casa Eugenia

 Consagración de la cecina

 Mesa a la puerta del templo del sabor

Puerta del templo

Francisco Javier Gómez Izquierdo

Me dicen que cierra Casa Eugenia en Castrillo de la Reina y apuesto que a toda la Sierra de la Demanda se le ha rebelado el paladar. No sólo nosotros vamos a echar en falta  el chorizo, el lomo y sobre todo la cecina. Muchas familias vascas, madrileñas, catalanas... no volverán a partir con afilado cuchillo en sus casas de Baracaldo, Leganés u Hospitalet la exquisitez aldeana con sabores de cien años.

       La reina de la casa era la cecina. Piezas de vaca elegidas con cariño, saladas y ahumadas con conocimiento de siglos, las saboreábamos como si nuestra abuela, que no sabía leer, nos recitara el romance de los Infantes de Lara o de Rolando el francés, acurrucados en el banco de la cocina mirando cómo se consumían los leños de roble. La cecina de “la Eugenia” era un sabor antiguo, como los calostros de la vaca recién parida o el cordero que asábamos por San Esteban. Dada a probar en Córdoba, me cuesta volver de vacaciones con media docena de piezas que Apolo, el marido de Margarita, hija de la difunta Eugenia, me escoge como si fueran para él. Si algún pariente me visita (mi prima Elena casi todos los años en primavera), no falta en la maleta una pieza de cecina que Apolo recomienda.

    -Si vas a Córdoba, tendrás que llevar cecina a Javi...

     La cantina de la Eugenia se llamaba “teléfonos” en los sesenta y setenta porque allí había que acudir a poner conferencias al hijo de Barcelona o al hermano de Vitoria. Era el teléfono desde donde Eduardo Chillida llamaba a la familia a dejar constancia que comía bien en su Molino de Los Vados y donde es leyenda que Brigitte Bardot y Claudia Cardinale se pusieron pujas a base de jamón, lomo y clarete de la ribera cuando hicieron una película que se llamó Las petroleras.
 
 
     Aún se bebe el vino en  porrón y los platos no son individuales. Los platos son grandes y de madera y son platos para que la cuadrilla comparta y pique mientras se pasa el vino y se habla de robles y corderos o de jabalíes y pelotaris. Las sentadas sin dejar de comer suelen ser apoteósicas porque “no hay quien pare, no hay quien pueda, no hay quien pueda, con la gente de la Sierra”.  El negocio de Apolo y Margarita no está en los porrones y la cecina que nos pone a los del pueblo, sino en los coches de los pinariegos que paran a comprar al por mayor encargos que les hacen sus vecinos de Amorebieta y Reus. Tengo oído que hasta un preceptor de nuestro Rey Felipe, serrano de Quintanar, llevaba a don Juan Carlos la celebrada cecina de Castrillo.
 
  A la Eugenia siempre la conocí viuda y valiente. Estuvo casada con el “tío Aniceto” y el matrimonio se quedó con la taberna del tío Vitorón, un señor de Huerta del Rey. Tuvo dos hijos, Aniceto y Margarita, y si bien Aniceto se dedicó a correr mundo, Margarita ayudó en la industria por quedar huérfana muy  joven. Margarita casó con Apolo y no conozco pareja que sepa más de los gustos de la gente en general como ésta a la que tengo por amiga.

    No es pequeño el revés que me comunican, a pesar de maliciarlo desde hace dos o tres años. Apolo ya tiene edad de disfrutar los réditos de su industria y venciendo con sabiduría la presión de la clientela por fin ha dicho “basta” y nos obliga a olvidarnos de sabores de nuestra infancia. ¡Cuánto los voy a echar de menos!