Jean Palette-Cazajus
“Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra, elegisteis el deshonor y tendréis la guerra”. Un conocido crítico de toros –sí, sí, digo bien, de toros– se rasgaba recientemente las vestiduras, intentando mostrar que la corrida de toros nada tiene que ver con la supuesta “barbarie” del Toro de laVega. A buen seguro, desconocía la frase con que Winston Churchill, en 1939, se dirigía a quienes acababan de acoquinarse en Munich. No concibo que pueda caber en cabeza alguna la ilusión de que, muerto definitivamente el Toro de la Vega, la corrida “formal” vaya a disfrutar de la indulgencia del planeta “animalista”.
Al revés, cabe pensar que la truculencia tumultuaria del sacrificio tordesillano mitiga estacionalmente la taurofobia de esta secta monomaníaca. Porque la barbarie es tan relativa que abarca ya los azotes en el culo de los niños traviesos. ¿Es más bárbara la lanzada que atravesó el ijar de Rompesuelas que la inyección letal con que pasaportan los yankis a sus reos? Francamente no lo sé. A esa supuesta barbarie la califican de “medieval”. Cada año por estas fechas, en los comentarios a pie de artículo, el adjetivo alterna con la execración de España, bien por “negra”, bien por “vergüenza de Europa”. “Medieval” viene, imagino, por cruento, por sanguinolento. Pero las degollinas en los campos de batalla del Medioevo no eran debidas a particular crueldad o vesania. Las ganas de matar no eran mayores que ahora, sólo que, a falta de drones, había que empuercarse las manos con un instrumental, exclusivamente punzante y trinchante. Los hoplitas de Atenas, aquélla que nos dio todo lo que sigue teniendo algún valor en esta crepuscular época de saldos, juzgaban bárbaro y cobarde el uso del arco. Por eso eran escitas los arqueros que custodiaban la Acrópolis. El combate civilizado sólo podía ser de hombre a hombre, atravesándose recíprocamente el cuerpo de manera, sin duda, escasamente platónica.
A los zoófilos los mueve la compasión. Es un valor esencial, sin duda el más original y positivo que nos legó el cristianismo. No hay moral sin compasión. Lo explicó Lao Tse en su parábola del buey y el emperador. Rousseau dedicó páginas esenciales al tema, en parte para ponernos en guardia contra su deriva habitual hacia la autocompasión complacida. Pocas cosas hay más inmorales que el voluptuoso dolorismo en que se revuelcan los animalistas. Esta manera extática de autoproclamarse “justos entre los justos” como dicen los israelíes, buenos entre los buenos, no es señal de perfeccionamiento moral, sino de desorientación ética, de pérdida de la línea del horizonte. Entre otras poderosas razones porque el sentimiento realmente dominante en estos personajes, la sal de su indignación, es el odio feroz, despiadado, el llamamiento al crimen, contra los aficionados a los ritos táuricos. Ciertamente, no hay moral sin compasión, pero la compasión sola es absolutamente incapaz de generar una ética. Una sociedad exclusivamente regida por la compasión sería patéticamente infantil y peligrosamente arbitraria. Todo el mundo lo intuye. La fundación de la ética –Europa lo vive intensamente estos días– sigue siendo una empresa sobrehumana para la racionalidad crítica.
La impostura fundamental de los animalistas, crecida sobre el lecho de la inercia mayoritaria, es la homologación de los criterios de la conciencia humana al mundo animal. Semejante trasgresión, ética e intelectual, mina los fundamentos de cualquier sociedad. Los inmensos progresos de las ciencias cognitivas, de la neurobiología a la etología, van en dirección contraria a la que esperaban los animalistas. Ciertamente se acepta, hoy, nombrar “conciencia” a la dimensión autorreferencial de algunos animales, entre los llamados superiores. ¿Por qué no? Reverenciamos esta venerable palabra por su aura metafísica. Lo que cuenta, en realidad, es su contenido. Por cierto, el toro no sale, ni mucho menos, muy favorecido de cualquier cotejo. Ninguna conciencia animal es mínimamente conmensurable con la humana, y eso que nuestra propia conciencia, originada en la interactividad neuronal, evolutiva y ambiental, es chata por definición. La verdadera conciencia sería aquella que fuese capaz de abarcarse a sí misma. Hace tiempo que muchos hombres creen en esa posibilidad y le han puesto nombre para venerarla. Personalmente no la juzgo necesaria.
La frase creo que es de Lessing: “Con el Hombre la naturaleza abre los ojos y se da cuenta de que existe”. Sin el Hombre el mundo es mudo, ciego, solitario y yerto. Carece totalmente de sentido. La “conciencia” de la propia precariedad, de la finitud, de la muerte, es adquisición funesta y exclusiva de la “herejía” evolutiva humana. Los paleontólogos lo pasan muy mal a la hora de localizar el momento en que, después del australopiteco, del parántropo, se accede al género Homo y amanece rutilante ¡tatachán! el Ser Humano. Es que no hay punto crítico en el asunto. El Hombre ni es esencia, ni tiene definición, es una simple hipótesis, siempre actualizada y en constante devenir. Nosotros les hemos puesto nombres a los animales y nos hemos autoinventado de forma legítima y no obstante arbitraria. ¡Igual da! Lo mismo pasa con la “conciencia” de la muerte. Ningún Homo Antecessor se despertó un día con cara de existencialista germanopratense, aterrado por tan tremenda revelación. La “conciencia” de la muerte fue emergiendo y cambiando a lo largo de muchos cientos de miles de años. Sigue emergiendo y cambiando al mismo ritmo. Ella tampoco “es” sino que también “deviene”. De allí la necesidad de las comillas.
No podía ser la misma, hace muy pocos siglos, cuando la esperanza de vida era de veinte años y cualquier catarro podía ser mortal. ¿Tuvo la misma conciencia de la muerte Sócrates, el día de la cicuta y el día de la derrota ateniense de Delión, cuando era un hoplita cincuentón, presto a sacarles las tripas a los tebanos que lo acosaban? Lo vio Alcibíades y así nos lo refirió. Nuestra conciencia de la muerte es coqueta, amanerada e hiperestésica mientras “ad Europae portas” mueren a miles, pulverizadas, violadas o decapitadas, las víctimas de un fanatismo que al menos tiene la lucidez de considerar al perro animal impuro.
Los jíbaros, como todas las poblaciones amazónicas consideran que el mono lanudo, el tucán, el tapir son “gentes”. Ellos, los últimos cazadores recolectores, son los supervivientes de un modo de vida que fue el de toda la humanidad durante cientos de miles de años. Y de un modo de pensar, el Animismo que sugería que si el animal es físicamente distinto, es interiormente parecido a nosotros. Somos víctimas de la colisión entre la lentitud del tiempo evolutivo y el cohete de la vertiginosa historia occidental. Nuestras neuronas siguen siendo las de los cazadores recolectores. Cuando cierta amiga me pide pasear a Lola, apacible y bonachona “gos d’atura”, me sorprendo conversando con ella. Como todo el mundo. Pero yo pretendo ser heredero del milagro griego, del logos, de la razón discursiva, de la duda fundamental. Son poco más de dos mil años de una cultura del conocimiento y de la voluntad. Pero son suficientes para sobreponerse a la inercia neuronal. Quien se ponga a pensar seriamente deja de ser animista.
Las conmovedoras niñas de diseño, el otro día en Tordesillas, con su lagrimita roja pintada debajo del ojo, son el producto sintomático de la enfermedad autoinmune que consume a Occidente: el odio a sí mismo. Renuncian al conocimiento y a la voluntad. Sueñan con un pueril neoanimismo New Age que identifican con el Edén. Las sociedades animistas se estructuraban sobre la violencia intra e inter tribal. Vivían de la caza diaria y precisamente porque humanizaban al animal, se daban casos en que lo torturaban despiadadamente, así una tribu siberiana con el oso tutelar. La muerte estaba a la orden del día. No saben bien nuestras niñas atribuladas hasta qué punto sus obsesiones nos llevan al verdadero meollo de la cuestión. Si la humanidad siguiera viviendo según el modo de vida de los cazadores recolectores sólo podría alimentar el uno por ciento del actual y nefasto hormiguero. Entre 50 y 40.000 años antes de nuestra era, el mundo contaba probablemente con 1.500.000 humanos. Hacia 9000, la población “europea” era de unos 200.000 habitantes. Donde quiera que situemos aquel hombre en la pirámide trófica, el número de ejemplares animales que lo rodeaban, no solamente los que aparecen pintados en las cuevas del paleolítico, multiplicaba por decenas o cientos, según especies, cada ejemplar humano.
Hoy somos más de 7000.000.000 ¡Cifra irracional! ¡Provisional! Para tener valor, como el oro, el Hombre debe escasear. La proporción se ha invertido ¡A lo burro! Las poblaciones animales (hablo de las llamadas “salvajes”, las otras son producción industrial) se cuentan en el mejor de los casos en decenas de miles, a veces en pocas decenas de unidades. Absurda paradoja: el animalismo ocupa el espacio virtual de la fauna que hemos exterminado pululando como bacterias. Cruel destino el de estos ejemplares residuales. Ya ni siquiera pueden ser calificados de animales. Definitivamente son “pets”, grotesco monosílabo anglo; son mascotas inermes, entretenimiento televisivo para siesta vespertina, peluches vivos para visita familiar al parque zoológico. Los animales ya sólo viven en los sueños infantiles.
Nadie criaría toros si no fuese para matarlos. La aporía es conocida, seria, y como tal, discutible. Pero el toro de lidia, como dijo Juan Belmonte, es “tan artificial como un perfume francés”. Se mata el toro para significar que la frontera entre hombres y animales debe mantenerse sagrada, infranqueable. Nadie dice que lo del Toro de la Vega esté bien. No, no está bien. Porque nada recto, suspiraba Kant, se puede construir con el tronco torcido de la humanidad. El Toro de la Vega no es un crimen, no es barbarie. Es
una blasfemia anual. Pero creo, como Comte-Sponville, que la blasfemia es un inalterable derecho del Hombre, no un catálogo de buenos modales.
“Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra, elegisteis el deshonor y tendréis la guerra”. Un conocido crítico de toros –sí, sí, digo bien, de toros– se rasgaba recientemente las vestiduras, intentando mostrar que la corrida de toros nada tiene que ver con la supuesta “barbarie” del Toro de laVega. A buen seguro, desconocía la frase con que Winston Churchill, en 1939, se dirigía a quienes acababan de acoquinarse en Munich. No concibo que pueda caber en cabeza alguna la ilusión de que, muerto definitivamente el Toro de la Vega, la corrida “formal” vaya a disfrutar de la indulgencia del planeta “animalista”.
Al revés, cabe pensar que la truculencia tumultuaria del sacrificio tordesillano mitiga estacionalmente la taurofobia de esta secta monomaníaca. Porque la barbarie es tan relativa que abarca ya los azotes en el culo de los niños traviesos. ¿Es más bárbara la lanzada que atravesó el ijar de Rompesuelas que la inyección letal con que pasaportan los yankis a sus reos? Francamente no lo sé. A esa supuesta barbarie la califican de “medieval”. Cada año por estas fechas, en los comentarios a pie de artículo, el adjetivo alterna con la execración de España, bien por “negra”, bien por “vergüenza de Europa”. “Medieval” viene, imagino, por cruento, por sanguinolento. Pero las degollinas en los campos de batalla del Medioevo no eran debidas a particular crueldad o vesania. Las ganas de matar no eran mayores que ahora, sólo que, a falta de drones, había que empuercarse las manos con un instrumental, exclusivamente punzante y trinchante. Los hoplitas de Atenas, aquélla que nos dio todo lo que sigue teniendo algún valor en esta crepuscular época de saldos, juzgaban bárbaro y cobarde el uso del arco. Por eso eran escitas los arqueros que custodiaban la Acrópolis. El combate civilizado sólo podía ser de hombre a hombre, atravesándose recíprocamente el cuerpo de manera, sin duda, escasamente platónica.
A los zoófilos los mueve la compasión. Es un valor esencial, sin duda el más original y positivo que nos legó el cristianismo. No hay moral sin compasión. Lo explicó Lao Tse en su parábola del buey y el emperador. Rousseau dedicó páginas esenciales al tema, en parte para ponernos en guardia contra su deriva habitual hacia la autocompasión complacida. Pocas cosas hay más inmorales que el voluptuoso dolorismo en que se revuelcan los animalistas. Esta manera extática de autoproclamarse “justos entre los justos” como dicen los israelíes, buenos entre los buenos, no es señal de perfeccionamiento moral, sino de desorientación ética, de pérdida de la línea del horizonte. Entre otras poderosas razones porque el sentimiento realmente dominante en estos personajes, la sal de su indignación, es el odio feroz, despiadado, el llamamiento al crimen, contra los aficionados a los ritos táuricos. Ciertamente, no hay moral sin compasión, pero la compasión sola es absolutamente incapaz de generar una ética. Una sociedad exclusivamente regida por la compasión sería patéticamente infantil y peligrosamente arbitraria. Todo el mundo lo intuye. La fundación de la ética –Europa lo vive intensamente estos días– sigue siendo una empresa sobrehumana para la racionalidad crítica.
Titulcia
(20 de septiembre)
La impostura fundamental de los animalistas, crecida sobre el lecho de la inercia mayoritaria, es la homologación de los criterios de la conciencia humana al mundo animal. Semejante trasgresión, ética e intelectual, mina los fundamentos de cualquier sociedad. Los inmensos progresos de las ciencias cognitivas, de la neurobiología a la etología, van en dirección contraria a la que esperaban los animalistas. Ciertamente se acepta, hoy, nombrar “conciencia” a la dimensión autorreferencial de algunos animales, entre los llamados superiores. ¿Por qué no? Reverenciamos esta venerable palabra por su aura metafísica. Lo que cuenta, en realidad, es su contenido. Por cierto, el toro no sale, ni mucho menos, muy favorecido de cualquier cotejo. Ninguna conciencia animal es mínimamente conmensurable con la humana, y eso que nuestra propia conciencia, originada en la interactividad neuronal, evolutiva y ambiental, es chata por definición. La verdadera conciencia sería aquella que fuese capaz de abarcarse a sí misma. Hace tiempo que muchos hombres creen en esa posibilidad y le han puesto nombre para venerarla. Personalmente no la juzgo necesaria.
La frase creo que es de Lessing: “Con el Hombre la naturaleza abre los ojos y se da cuenta de que existe”. Sin el Hombre el mundo es mudo, ciego, solitario y yerto. Carece totalmente de sentido. La “conciencia” de la propia precariedad, de la finitud, de la muerte, es adquisición funesta y exclusiva de la “herejía” evolutiva humana. Los paleontólogos lo pasan muy mal a la hora de localizar el momento en que, después del australopiteco, del parántropo, se accede al género Homo y amanece rutilante ¡tatachán! el Ser Humano. Es que no hay punto crítico en el asunto. El Hombre ni es esencia, ni tiene definición, es una simple hipótesis, siempre actualizada y en constante devenir. Nosotros les hemos puesto nombres a los animales y nos hemos autoinventado de forma legítima y no obstante arbitraria. ¡Igual da! Lo mismo pasa con la “conciencia” de la muerte. Ningún Homo Antecessor se despertó un día con cara de existencialista germanopratense, aterrado por tan tremenda revelación. La “conciencia” de la muerte fue emergiendo y cambiando a lo largo de muchos cientos de miles de años. Sigue emergiendo y cambiando al mismo ritmo. Ella tampoco “es” sino que también “deviene”. De allí la necesidad de las comillas.
No podía ser la misma, hace muy pocos siglos, cuando la esperanza de vida era de veinte años y cualquier catarro podía ser mortal. ¿Tuvo la misma conciencia de la muerte Sócrates, el día de la cicuta y el día de la derrota ateniense de Delión, cuando era un hoplita cincuentón, presto a sacarles las tripas a los tebanos que lo acosaban? Lo vio Alcibíades y así nos lo refirió. Nuestra conciencia de la muerte es coqueta, amanerada e hiperestésica mientras “ad Europae portas” mueren a miles, pulverizadas, violadas o decapitadas, las víctimas de un fanatismo que al menos tiene la lucidez de considerar al perro animal impuro.
Los jíbaros, como todas las poblaciones amazónicas consideran que el mono lanudo, el tucán, el tapir son “gentes”. Ellos, los últimos cazadores recolectores, son los supervivientes de un modo de vida que fue el de toda la humanidad durante cientos de miles de años. Y de un modo de pensar, el Animismo que sugería que si el animal es físicamente distinto, es interiormente parecido a nosotros. Somos víctimas de la colisión entre la lentitud del tiempo evolutivo y el cohete de la vertiginosa historia occidental. Nuestras neuronas siguen siendo las de los cazadores recolectores. Cuando cierta amiga me pide pasear a Lola, apacible y bonachona “gos d’atura”, me sorprendo conversando con ella. Como todo el mundo. Pero yo pretendo ser heredero del milagro griego, del logos, de la razón discursiva, de la duda fundamental. Son poco más de dos mil años de una cultura del conocimiento y de la voluntad. Pero son suficientes para sobreponerse a la inercia neuronal. Quien se ponga a pensar seriamente deja de ser animista.
Las conmovedoras niñas de diseño, el otro día en Tordesillas, con su lagrimita roja pintada debajo del ojo, son el producto sintomático de la enfermedad autoinmune que consume a Occidente: el odio a sí mismo. Renuncian al conocimiento y a la voluntad. Sueñan con un pueril neoanimismo New Age que identifican con el Edén. Las sociedades animistas se estructuraban sobre la violencia intra e inter tribal. Vivían de la caza diaria y precisamente porque humanizaban al animal, se daban casos en que lo torturaban despiadadamente, así una tribu siberiana con el oso tutelar. La muerte estaba a la orden del día. No saben bien nuestras niñas atribuladas hasta qué punto sus obsesiones nos llevan al verdadero meollo de la cuestión. Si la humanidad siguiera viviendo según el modo de vida de los cazadores recolectores sólo podría alimentar el uno por ciento del actual y nefasto hormiguero. Entre 50 y 40.000 años antes de nuestra era, el mundo contaba probablemente con 1.500.000 humanos. Hacia 9000, la población “europea” era de unos 200.000 habitantes. Donde quiera que situemos aquel hombre en la pirámide trófica, el número de ejemplares animales que lo rodeaban, no solamente los que aparecen pintados en las cuevas del paleolítico, multiplicaba por decenas o cientos, según especies, cada ejemplar humano.
Hoy somos más de 7000.000.000 ¡Cifra irracional! ¡Provisional! Para tener valor, como el oro, el Hombre debe escasear. La proporción se ha invertido ¡A lo burro! Las poblaciones animales (hablo de las llamadas “salvajes”, las otras son producción industrial) se cuentan en el mejor de los casos en decenas de miles, a veces en pocas decenas de unidades. Absurda paradoja: el animalismo ocupa el espacio virtual de la fauna que hemos exterminado pululando como bacterias. Cruel destino el de estos ejemplares residuales. Ya ni siquiera pueden ser calificados de animales. Definitivamente son “pets”, grotesco monosílabo anglo; son mascotas inermes, entretenimiento televisivo para siesta vespertina, peluches vivos para visita familiar al parque zoológico. Los animales ya sólo viven en los sueños infantiles.
Nadie criaría toros si no fuese para matarlos. La aporía es conocida, seria, y como tal, discutible. Pero el toro de lidia, como dijo Juan Belmonte, es “tan artificial como un perfume francés”. Se mata el toro para significar que la frontera entre hombres y animales debe mantenerse sagrada, infranqueable. Nadie dice que lo del Toro de la Vega esté bien. No, no está bien. Porque nada recto, suspiraba Kant, se puede construir con el tronco torcido de la humanidad. El Toro de la Vega no es un crimen, no es barbarie. Es
Comte-Sponville
una blasfemia anual. Pero creo, como Comte-Sponville, que la blasfemia es un inalterable derecho del Hombre, no un catálogo de buenos modales.