Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Que Madrid envíe a su ministro de Exteriores a discutir votos en TV con un jefe sedicioso parece otra ortegada.
–Tranquilo, Juan –dijo Torcuato Fernández-Miranda a su colaborador Juan Sierra a la salida del funeral de Carrero, cuando unos falangistas le gritaban “masón” y “traidor”–. Ante todo, la dignidad del cargo.
O temporas, o mores! ¡La dignidad del cargo!
José Antonio se creyó la “España invertebrada” de Ortega y echó en el Congreso aquel discurso en que reducía el separatismo catalán a una querella poética provocada por la incomprensión de unos españoles que, agotados en América, se habían quedado sin cartera de negocio (“proyecto”, en el lenguaje orteguiano) para los catalanes.
Margallo, pues, sería un poeta, y Junqueras (que no lleva armas, pero que mira apuntando), otro, en un debate electoral a modo de certamen internacional (¡es el ministro de Exteriores!) del Cante de las Minas. Por mucho menos que esto el feble Martínez de la Rosa pasó a la posteridad como “Rosita la pastelera”.
–Al fin Ortega ha logrado dar unidad a sus obras –exclamó un día Eugenio d’Ors, con el primer tomo, entre manos, de las obras completas del ensayista–, si bien ello sea una unidad de encuadernador… Pero lo menos que puede hacer el incongruente es disimularse en tomos varios.
Escama que el único argumentario oficial contra el separatismo sea la economía. Es como si un hermano te anuncia que va a cargarse a su madre y para disuadirle le haces ver lo caro que le saldrá comer fuera de casa los domingos.
La vena sentimental (joseantoniana) la recuperó Guardiola en Atenas, donde dijo que “los catalanes también han sido refugiados”. Coño, de Guardiola se sabía que fue “aplegapilotes”, pero no “refugiat”. Desde luego, el “refugiat” de Sampedor tuvo más suerte en Munich que su colega sirio Osama Abdul Mohsen, el “refugiat de la puntada hongaresa”, que busca equipo en Getafe, el pueblo que pudo ser nación, si le hubieran dado a Camba un millón de pesetas.