miércoles, 29 de mayo de 2019

Sobre la despoblación rural



Vicente Llorca

En esta primavera insólita, marcada por un viento frío que no cesa y la ausencia de lluvias, el mesón de la carretera sigue ejerciendo el papel del ágora rural. Es el único bar que queda en un pueblo que antaño hubo de ver seis diferentes en el mismo lugar –incluido el de la estación, que no cerraba en toda la noche.

Los parroquianos tienen el gesto de los que ya han visto muchas primaveras secas, y saben que han de venir muchas más.

¿Adónde vas? – me preguntaron la otra tarde cuando abandoné la mesa de la terraza, en la que estaba teniendo lugar una minuciosa tertulia sobre los antiguos tratantes de ganado y sus costumbres no escritas.

Voy a votar – repliqué.

Pues te va a dar igual. Vuelve pronto, que hemos pedido otra ronda.

El que había hablado era Isidoro, que dedica los ratos libres a la doma vaquera y tiene una rara sensibilidad para con los caballos altos de sangre. Con esas manos que tiene, que parecen morcillas sin curar…

Me pareció, así al pronto, una de las mejores definiciones sobre política contemporánea que había escuchado en tiempos. “Te va a dar igual…”

Era una sabiduría de lo concreto, pensé. Lejos de la visión de lo rural que mis amigos de Madrid me describen a veces, inmersos ellos en la apoteosis de la ideología.

A lo concreto pertenecía la escena que se había desarrollado la tarde anterior. Cuando, sentados en el comedor porque en la terraza hacía un frío invernal, el alcalde se había acercado para saludarnos.

Vendrás a votar mañana, espero.

Sí, pienso – le comenté extrañado, porque Manuel, el alcalde eterno, sabe que yo no voto a los suyos.

A los demás me da igual. Pero a mí me tienes que votar.

Sin falta, Manuel. ¿Qué ofreces? –le respondí, extasiado por una escena que me recordaba las elecciones de la época de la Dictadura de Primo de Rivera tal como nos contaba un tío abuelo, cacique de otro pueblo.

Estás invitado a lo que quieras. Hasta al vino ese tan caro que pedís tú y tus amigos. Os lo pago ya.
Déjalo para mañana, cuando volvamos de votar.

Me había encantado la escena, de nuevo. Era otro retorno de lo concreto. Lejos de las peripecias de mis amigos militantes, allá en la ciudad, que se empeñan en convertir el agua en vino. Tan lejos de Caná.

Curiosamente yo venía de una cena en Madrid en la que había coincidido con un candidato muy conocido de otra formación –que ya había salido elegido diputado en las elecciones generales anteriores. Habíamos hablado bastante, porque era una cena de amigos y el susodicho tiene la capacidad de seguir riéndose con los antiguos compañeros de colegio.

Me da igual lo que acabas de contar sobre vuestro programa para el campo –le había replicado yo, en medio de una discusión sobre el agro–. Lo único que nos interesa es un programa concreto en donde el Estado baje el precio del gas-oil y de los fertilizantes, suprima los impuestos de los ayuntamientos, suba los precios de los productos agrarios y prometa ejecutar a todos los burócratas del Ministerio y de la Junta.

Eso es más o menos lo que decimos.

No he visto por ninguna parte la promesa de ejecutar a los veterinarios de la Junta. Decís vaguedades, Mariano.

La cena había terminado sin acuerdos de ejecución y entre canciones italianas, con un vino manchego excelente. Menos da una piedra.

El antiguo paisaje del municipio incluía, como nos recordaba Alipio, el dueño del bar la otra noche, el salón de baile de Benigno, la tasca de Carrasco, el bar de Chinito –donde ponían  toros todas las tardes–, un antro oscuro cerca del silo, llamado de Favi, el comedor de Felisa y, como en todos los pueblos de entonces, la cantina de la estación, escenario de paradas nocturnas de viajantes melancólicos y de desayunos con cazalla de los insomnes del pueblo, que aún los había.

Resulta un escenario inimaginable hoy en día. Todos ellos han cerrado y sólo queda el bar de Alipio, último lugar de civilización en una comarca que ha perdido, irremisiblemente, las ganaderías bravas que ocupaban el campo, los molinos que trabajaban en el pueblo, los niños que atronaban la escuela, las familias interminables que vivían en las alquerías, los maestros solemnes y hasta al cura del pueblo, que vivía con un ama y era el último emblema de la sociedad tradicional.

En Madrid una mañana hacía tiempo yo había sido sorprendido por una manifestación muy ruidosa que había cortado el tráfico en el paseo de Recoletos y nos había impedido cruzar hasta la sala de exposiciones de Mapfre, que ofrecía una buena muestra del arte de las vanguardias soviéticas. Era una manifestación en defensa de la España vacía, decían. Nosotros veníamos de ahí, pensé. Me había parecido una muestra de inutilidad total, a despecho de las orquestas y los gritos de rigor. Contra el vacío que se adueña de los campos ofrecían buenas intenciones y proclamas de su existencia, aún. Como si uno pudiera sobrevivir afirmando que está vivo, oigan.

No hacían falta los animalistas –comentaba la otra mañana Ernesto, un ganadero, otro más, que ha tenido que vender la ganadería–. Con los impuestos municipales de los festejos taurinos ha bastado para acabar con nosotros.

Y los inspectores de la Junta –comentó el otro, Miguel, que ya ha anunciado su intención de liquidar las pocas reses que aún le quedan del encaste de Saltillo.

Y los técnicos, sí. Que el Estado los tenga en su Gloria.

Me daba lástima el esfuerzo de Miguel por mantener la ganadería de sus abuelos todos estos años contra viento y marea, en una tarea inútil.

A los cafés luego invité yo. Nadie habló de las elecciones.