Antonio Capel
Vestido de torear
Jean Juan Palette-Cazajus
(Los festejos taurinos de san Isidro desaparecieron de los programas oficiales del Ayuntamiento. Hace nada, Morante de la Puebla se sacó de la chaquetilla un pañuelo y de la naftalina un desplante vetusto, para enjugar “cínicamente”, brama la galaxia antitaurina, las lágrimas “de dolor” del toro...)
Prohibir las corridas de toros tendría al menos una ventaja, la de demostrar por fin su absoluta incongruencia con toda maldad humana. Porque el mal es precisamente aquello que no puede prohibirse. No ignoramos en ningún momento la gravedad moral de toda relación a vida o muerte con lo que Lévi Strauss llamaba «la sustancia peligrosa de los seres vivos» . Grande es la diferencia entre matar o no matar un animal, pero no fue, durante miles de años, una disyuntiva ética. Fue la diferencia entre un acto fundador de la historia humana y su contrario, es decir un «no acto». Por esto los hombres, en los Vedas, en el Pentateuco, seguramente desde mucho antes, velaron por que fuesen codificadas y culturalizadas «las reglas de la buena muerte animal» . El aficionado a los toros es tan sensible y capaz como cualquiera a la hora de valorar la legitimidad y la coherencia –pero también las incoherencias– de cualquier problemática animal.
Picasso, 1933
Existen en el acervo de la tradición filosófica dos conceptos antinómicos que nos ayudarán a entender la excepcionalidad de la corrida de toros: Por un lado el de «contingencia», aquello que puede ser, o no ser. Por otro, el de «necesidad», aquello que NO puede NO ser. La corrida de toros es una práctica «contingente», es decir que siendo, bien podía no haber sido y bien podría no ser algún día. Cuando llega a morir un torero, los animalistas se rasgan las vestiduras ante el agravio comparativo que supone –según ellos– la diferencia abismal entre el número de toros muertos y el de toreros. No por consabida menos indecente equiparación de la vida animal y humana. Sin duda la idea más regresiva y deletérea de la historia de la humanidad. Asumimos aquí, con la máxima evidencia y tranquilidad, la continuidad genética y biológica entre las especies vivas. Pero lo que dice y muestra la corrida de toros es la verdadera frontera entre humanos y animales que sigue mostrándose hermética y debe mantenerse sagrada: la ontológica, la que viene determinada, desde hace millones de años, por la emergencia autopoiética de la absoluta singularidad humana. La corrida de toros es la liturgia que escenifica estas jerarquías y conmemora la precedencia de valores que permiten construir una ética del respeto humano. Convoca, provoca e invoca el misterio fundamental: la emergencia improbable del hiato que separó el animal humano del resto de la biocenosis, es decir la conciencia de la «necesidad» de la muerte.
Foto de Pilar Albarracín
El universo es concebible sin el ser humano. Pero esta simple formulación ya presupone la existencia del Hombre dado que éste es el único ser susceptible de plantear la posibilidad de un universo sin su presencia. Algunos iluminados de la ecología o del animalismo postulan que un mundo libre del ser humano sería en el fondo más …“humano”, encerrándose así en un tipo de enunciados autorrefutantes que encantarían a Wittgenstein. Conforme se iba haciendo conquista, el lenguaje también se hacía prisión. Y no hay universo fuera de la prisión de las significaciones humanas. Poco importa aquí la certeza de tales significaciones, poco importa que vivamos, quizá, en la ilusión de la caverna de Platón o de la película Matrix. Porque incluso como pura ilusión, el mundo seguiría siendo una significación humana. Luego, un mundo del cual habríamos desaparecido -y esto vale para un mundo en el cual nunca hubiéramos aparecido- no sería ni “humano” ni “inhumano”, ni siquiera indiferente. Sería, literalmente, “insignificante”, desertado por la significación en el primer caso, previo a ella en el segundo, en todo caso inerte, y, esta vez sí, inconcebible.
Los valores del animalismo no son más que una parte mínima de la infinita capacidad humana para crear significaciones. Significaciones con que el animalismo ha sumergido los animales bajo capas de retórica antropomórfica hasta el punto de volver irreconocible su silueta natural. En este contexto, la hipótesis nihilista y vengativa de un mundo posthumano se convierte de repente en una sugestiva herramienta conceptual que nos revela la realidad de una impostura. Lógicamente, en semejante utopía, los conceptos animalistas desaparecerían con la humanidad y el mundo animal se quedaría desembarazado del peso de su retórica. Un poco como unos percheros, a punto de doblarse bajo el peso de las prendas, y se quedan de repente expeditos y vacíos. Porque tales conceptos nunca fueron sino puras especulaciones humanas, colgadas arbitrariamente de la pasividad animal como se cuelgan las prendas de un perchero. Sin esta coartada, el discurso animalista aparece claramente como el pretexto, inventado por un sector ombliguista de la humanidad, para hablar obsesivamente de sí mismo (y, de paso, odiar quienes no lo comparten).
La comedia
En términos de biología evolutiva, para la filogenia de las especies, los conceptos humanos de «muerte» y de «vida» están sumidos en una misma indeterminación funcional. Es la ontogenia del ejemplar humano, inseparable de su etología cultural, innovadora y acumulativa, la que “inventa” la «vida» y la separa de la «muerte», definiendo así la progresiva emergencia de la anomalía humana en tanto que conciencia de la propia finitud. Antes de ello, solo había evolución, mutación, aparición, desaparición y sustitución de especies en medio del absoluto silencio cósmico. Es decir que el individuo humano emerge contra su propia especie. Luego tiene que vivir con este desequilibrio fundacional, con el vértigo de este excentramiento. Hoy vemos además cómo el hombre ha contagiado la fragilidad de su destino a la mayoría de las restantes especies. Hablar de «vida individual» es culturalmente rutinario entre nosotros pero –recordémoslo– biológicamente contradictorio y absurdo. Absurda es, en la terminología de Albert Camus, toda existencia humana, definida por el desgaje radical entre el destino del individuo, sabedor de su terrible precariedad, y el horizonte anómico de la propia especie. Y porque la existencia humana es absurda, pensamos que si nos incumbe el deber de asumir la aventura de vivir, conviene considerar como absurda toda meta salvífica, a mayor abundamiento, las de la ideología animalista.
Y la tragedia
El conocimiento de que la muerte es «necesaria» en sentido filosófico, es decir algo inexorable, algo que no puede no ser, es el trágico privilegio y el eje sacro de la condición humana. De principio a fin, dijimos, la práctica del toreo solo cobra sentido con la puesta en riesgo de la vida del torero. Es decir que la conciencia del riesgo asumido por el torero, la conciencia de su muerte potencial, es el instrumento que incorpora en la corrida, no solamente la presencia filosóficamente «necesaria» de la muerte, sino también la presencia de la libertad. Nada como la corrida de toros celebra y recuerda la presencia-conciencia de la muerte como condición de engrandecimiento y dignificación de la existencia humana. Por esto a la infrecuente muerte del torero se opone el infrecuente indulto del toro. Por un lado, el fin trágico del torero, simbólico del sino mortal de la humanidad, debe ser «necesariamente», pero debe ser excepcional. Por otro, el indulto que libra al toro particularmente bravo de la muerte, le concede así una humanidad metafórica. Por esta razón el indulto debe ser, pero por esta misma razón, debe ser excepcional.
Hablar de «bravura» del toro consiste en juzgarlo según los valores de la Andreia de los griegos, o de su heredera, la Virtus romana. O según los valores castrenses de los caballeros maestrantes, dirían otros. Y así tanto el concepto de «bravura» como el de «indulto» son evidentemente antropomórficos como lo es buena parte del vocabulario que sirve para calificar el toro. De modo que el indulto al toro bravo bebe paradójicamente en las mismas fuentes que sustentan la sentimentalidad animalista. Y así, lo que muestra en filigrana el indulto, al convertir excepcionalmente el toro en humano metafórico, es el indicio, la advertencia necesaria de que la muerte del toro nunca es libre de interrogantes. Hacer, pero excepcionalmente, del toro un humano metafórico es precisamente la manera paradójica de recordar, por antífrasis, hasta qué punto – fundamentalmente - no es humano. Pero también es la manera de recordar que toda muerte reviste gravedad. Desde hace algunos años, presenciamos una auténtica proliferación de indultos en la mayoría de las plazas de toros, casi todos ellos absolutamente injustificables . No nos quepa la más mínima duda, lo que el fenómeno viene indicando es cómo, entre el festivo público taurino, muchos comportamientos van quedando subrepticiamente parasitados e inducidos por la presión animalista.
Gutiérrez Solana
Toros en Chinchón
Por más que sepamos que el único «ser-hacia-la-muerte» es el torero, lo que revela, sin sorpresa, el acontecimiento ocasional del indulto es que los humanos tienden a generalizar su exclusiva conciencia de la muerte de manera universal e indiscriminada y que esta sombra trágica no puede dejar de extenderse al resto de los seres vivos. Ni debe ni puede banalizarse, pues, la muerte del toro
sin banalizar al mismo tiempo la grandeza de la corrida de toros. El aficionado a los toros ejemplar es aquél que acepta el combate de Jacob y el Ángel, en el filo de la navaja de la conciencia desgarrada y de la controversia. Luego, perfectamente consciente de los trascendentales envites que subyacen a la polémica, se decantará por la adhesión a unas prácticas que solo pueden significar muy serias convicciones existenciales. De modo que la corrida de toros, «la corrida de muerte», viene a ocupar un espacio fronterizo entre contingencia y necesidad y termina abriendo en la conciencia un hiato vitalmente transgresivo y anxiógeno. La corrida de toros aparece así como uno de los escasos lugares en que suele producirse efectivamente una exteriorización absoluta del sujeto humano fuera de los aplomos cotidianos de su condición básica.
El Toro