lunes, 15 de octubre de 2012

La Hispanidad



Un erudito inglés, Mr. Cecil Jane, ha desarrollado recientemente la tesis de que la separación de América se debe a la extrañeza que a los criollos produjeron las novedades introducidas en el gobierno de aquellos países por los virreyes y gobernadores del siglo XVIII. El hecho de que los propios monarcas españoles incitaran a Jorge Juan y a Ulloa a poner en berlina todas las instituciones, así como los usos y costumbres, en sus Noticias Secretas de América, destruyó, a juicio de Mr. Jane, el fundamento mismo de la lealtad americana: «Desde ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con España, no porque fuese odiado el Gobierno español, sino porque parecía que el Gobierno había dejado de ser español, en todo, salvo el nombre.» Pero antes de Jorge Juan y Ulloa, antes de la Compañía Guipuzcoana de Navegación, cuenta D. Carlos Bosque, el historiador español (muerto hace poco en Lima para retardo de nuestras reivindicaciones), que el marqués de Castelldosrius fue nombrado virrey del Perú por recomendación del propio Luis XIV, por haber sido uno aristócrata catalán que abrazó contra el Archiduque la causa de Felipe V. Castelldosrius fue a Lima con la condición de permitir a los franceses un tráfico clandestino contrario al tradicional régimen del virreinato. Al morir Castelldosrius y verse sustituido por el Obispo de Quito, fue éste procesado por haber suprimido el contrabando francés, que era perjudicial para el Perú y para el Rey. El proceso culpa al obispo de haber prohibido pagar cuentas atrasadas del virrey. Es un dato que revela el cambio acontecido. Los virreyes empiezan a ir a América para pagar deudas antiguas. Así se pierde un mundo.

Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho central y decisivo del siglo XVIII fue la expulsión de los jesuitas. Sin ella no habría surgido, por lo menos entonces, el movimiento de la independencia. Lo reconoce, con lealtad característica, D. Leopoldo Lugones, poco afecto a la retórica hispanófila. La avaricia del marqués de Pombal, que quería explotar, en [14] sociedad con los ingleses, los territorios de las misiones jesuíticas de la orilla izquierda del río Uruguay, y el amor propio de la marquesa de Pompadour, que no podía perdonar a los jesuítas que se negasen a reconocerla en la Corte una posición oficial, como querida de Luis XV, fueron los instrumentos de que se sirvieron los jansenistas y los filósofos para tratar de acabar con los jesuítas. El conde Aranda, enérgico, pero cerrado de mollera, les sirvió en España sin darse cuenta clara de lo que estaba haciendo. «Hay que empezar por los jesuitas como los más valientes», escribía D'Alembert a Chatolais. Y Voltaire a Helvecio, en 1761: «Destruidos los jesuítas, venceremos a la infame.» La «infame», para Voltaire, era la Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuítas produjo en numerosas familias criollas un horror a España, que al cabo de seis generaciones no se ha desvanecido todavía.

LA HISPANIDAD
RAMIRO DE MAEZTU

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