J. B., a la ira del animoso viento
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
El exceso español empieza por su clima. Aquí oscilamos violentamente de la pertinaz sequía, que cuartea los sembrados y pone súplicas pluviales en los labios campesinos, al parto cósmico de las nubes, que inunda los campings y desata juramentos arameos en las mentes fenicias de las compañías de seguros. El español comprende sólo en abstracto la necesidad de la lluvia, y quiere que llueva en otra parte o directamente café en el campo, y que otros lo recojan. Yo tengo comprobado cómo enseguida tuerce las bocas de los viandantes madrileños la mera visión de un paraguas que porta por si acaso una pensionista reumática demasiado previsora. ¡Señora, no sea usted gafe y esconda ahora mismo ese paraguas, que al final va a llover!, es el reproche que todos a su alrededor parecen formular con ojos torvos. Y al final, efectivamente, llueve.
Cada otoño sucede lo mismo. Nos felicitamos de la prórroga paternalista del estío, apuramos la camiseta y bendecimos si hace falta el calentamiento global. Hasta que el ciclo inexorable de las estaciones culmina su vuelta y persuade a Televisión Española de una urgencia informativa: la de exponer las chisporroteantes melenas de sus delegadas provinciales –embutidas en coquetos impermeables y en esas espantosas katiuskas que debieran comprarse tiritando, con mitones de lana y cartilla de racionamiento– a la ira del animoso viento, y la furia del mar y el movimiento, que diría el son de la baja lira de Garcilaso, si Garcilaso viviera.
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