No ha habido una conveniente reparación de las víctimas, ni un fin
fehaciente de Eta y se tiene la sensación de que matar ha acercado
objetivos políticos y de que el nacionalismo era un enorme tren que
tenía por locomotora a Eta. Y con todo, ahora viene el esfuerzo mayor:
la tolerancia de lo indigno
Hughes
Hace unos días, con motivo de sus declaraciones sobre la necesaria españolización del niño, un tertuliano reprochaba a Wert desconocer el mapa catalán. Cataluña y el País Vasco siempre se han descrito como topografías neblinosas y hasta para opinar había que tener un conocimiento de explorador y haberse caminado la región como un Labordeta. Ayer quedó claro que el País Vasco, además, es una topografía moral.
Horas antes de la jornada electoral Aurelio Arteta señalaba la falta de conciencia moral de una sociedad que premia el terrorismo y al recordarlo cabe preguntarse si resulta razonable hablar de la sociedad como un sujeto y de algo como la moral en ente tan genérico. Sí que resulta posible aventurar que, tras las elecciones de ayer, se conoce con cierta aproximación el porcentaje de vascos que tienen una relación distinta con Eta y con la violencia instrumental.
En cierto modo, el encaje democrático de esta gente es lo más parecido a un conflicto religioso que pueda tener España, pero el Constitucional, ya lo sabemos, ha entendido que la Constitución lo aguanta todo.
No ha habido una conveniente reparación de las víctimas, ni un fin fehaciente de Eta y se tiene la sensación de que matar ha acercado objetivos políticos y de que el nacionalismo era un enorme tren que tenía por locomotora a Eta. Y con todo, ahora viene el esfuerzo mayor: la tolerancia de lo indigno.
El primer obstáculo que tiene esa tolerancia es la debilidad del sistema. La tolerancia, el liberalismo temperamental, es posible en marcos estables, en sistemas fuertes. El Estado debe garantizar la solidez institucional para que el vasco constitucionalista ejerza la tolerancia que le nace, su liberalismo natural.
Otro obstáculo es desembarazarse de la superioridad moral. No puede establecerse una convivencia democrática sobre la superioridad moral de nadie.
EL Psoe se ha diluido en su propia fraseología gaseosa y el Pp, arrinconado, ha ido aligerando su potencia argumental y simbólica. Basagoiti, por bueno que sea, no será nunca María San Gil. En ese desdibujarse de ambos, han ido perdiendo peso. Se da la paradoja de que no queriendo entrar de lleno en la gran batalla de la dignidad y del cierre del proceso, el electorado les arrincona como opción decisiva. No van a pintar nada. Y ese arrinconamiento parece condenarles a su gran deber político: el pasado. La memoria exacta de lo sucedido.
Lo que sí cabe, como convicción personal y como fundamental opción política desde el igualitarismo democrático, es mantener vivo el pasado. En una sociedad con víctimas, la política se abre al pasado inevitablemente. Cuanto mayor sea el interés por cerrar la cuestión, mayor peso y hondura tendrá el silencio. Más significativo, denso y cargado de mensajes. Al constitucionalismo le queda como única posibilidad política el recuerdo del dolor. Porque por encima de un País Vasco o español, está el mantenimiento de un mundo verdadero contra un mundo falso. Es decir, nuestra cordura y nuestra realidad.
Horas antes de la jornada electoral Aurelio Arteta señalaba la falta de conciencia moral de una sociedad que premia el terrorismo y al recordarlo cabe preguntarse si resulta razonable hablar de la sociedad como un sujeto y de algo como la moral en ente tan genérico. Sí que resulta posible aventurar que, tras las elecciones de ayer, se conoce con cierta aproximación el porcentaje de vascos que tienen una relación distinta con Eta y con la violencia instrumental.
En cierto modo, el encaje democrático de esta gente es lo más parecido a un conflicto religioso que pueda tener España, pero el Constitucional, ya lo sabemos, ha entendido que la Constitución lo aguanta todo.
No ha habido una conveniente reparación de las víctimas, ni un fin fehaciente de Eta y se tiene la sensación de que matar ha acercado objetivos políticos y de que el nacionalismo era un enorme tren que tenía por locomotora a Eta. Y con todo, ahora viene el esfuerzo mayor: la tolerancia de lo indigno.
El primer obstáculo que tiene esa tolerancia es la debilidad del sistema. La tolerancia, el liberalismo temperamental, es posible en marcos estables, en sistemas fuertes. El Estado debe garantizar la solidez institucional para que el vasco constitucionalista ejerza la tolerancia que le nace, su liberalismo natural.
Otro obstáculo es desembarazarse de la superioridad moral. No puede establecerse una convivencia democrática sobre la superioridad moral de nadie.
EL Psoe se ha diluido en su propia fraseología gaseosa y el Pp, arrinconado, ha ido aligerando su potencia argumental y simbólica. Basagoiti, por bueno que sea, no será nunca María San Gil. En ese desdibujarse de ambos, han ido perdiendo peso. Se da la paradoja de que no queriendo entrar de lleno en la gran batalla de la dignidad y del cierre del proceso, el electorado les arrincona como opción decisiva. No van a pintar nada. Y ese arrinconamiento parece condenarles a su gran deber político: el pasado. La memoria exacta de lo sucedido.
Lo que sí cabe, como convicción personal y como fundamental opción política desde el igualitarismo democrático, es mantener vivo el pasado. En una sociedad con víctimas, la política se abre al pasado inevitablemente. Cuanto mayor sea el interés por cerrar la cuestión, mayor peso y hondura tendrá el silencio. Más significativo, denso y cargado de mensajes. Al constitucionalismo le queda como única posibilidad política el recuerdo del dolor. Porque por encima de un País Vasco o español, está el mantenimiento de un mundo verdadero contra un mundo falso. Es decir, nuestra cordura y nuestra realidad.
En La Gaceta