sábado, 20 de octubre de 2012

Las guerras de Castilla

 
Yo, desde luego, lo tengo claro. No en vano he evocado, en parques y estaciones diversas, cuando esperaba a alguien, la posibilidad de que la escuadra veneciana hubiera alcanzado a tiempo el Estrecho del mar de Mármara y entonces los turcos nunca hubieran derrocado al Emperador Constantino Paleólogo. Y Constantinopla seguiría siendo Constantinopla, la ciudad de los últimos romanos, protegida bajo la enseña de la Santa Virgen. El rito griego acompañaría todavía a las procesiones


Vicente Llorca

Con las lluvias regresa nuestra amiga Blanca de la ciudad de Ginebra, a pasar unos días en Madrid.

Tuvo que irse, ante la falta de contratos del estudio donde trabajaba, a Suiza. Allí, está feliz entre proyectos racionalistas y una comunidad trilingüe en donde se conversa en francés, italiano y alemán, y se bebe en los tres idiomas.

Se ha hecho, nos cuenta, una decidida partidaria de la reina Juana, la Beltraneja, y enemiga declarada de su tía Isabel, la que casara con el infante de Aragón.

Uno ignora qué razones llevan a una arquitecta madrileña emigrada a Ginebra a convertirse a la causa de la reina  Juana, pero alguna explicación debe de existir. Nuestro amigo García apunta algo en voz baja sobre un vago aroma a azufre y la sombra de Calvino, pero no le prestamos mucha atención.

Existen algunas razones técnicas para cambiar el resultado de la batalla de Toro, le objeto a Blanca. Las tropas del almirante Enríquez y el obispo de Ávila hubieran debido retroceder, frente al río Duero,  y en cambio mantenerse firme el estandarte del rey Alfonso V de Portugal. Pero quizá la técnica suiza, que ha inventado el vacío en el queso de Gruyere, lo podría solventar.

Tendrá que preguntarlo, aduce ella. Pero la conversación, en una agradable terraza vespertina de la calle Velázquez, se ha deslizado ya irremediablemente hacia un terreno fascinante y melancólico, como es el de transformar, desde un café, el resultado de la historia, en un incontenible ejercicio sobre el “Y si…”.

Yo, desde luego, lo tengo claro. No en vano he evocado, en parques y estaciones diversas, cuando esperaba a alguien, la posibilidad de que la escuadra veneciana hubiera alcanzado a tiempo el Estrecho del mar de Mármara y entonces los turcos nunca hubieran derrocado al Emperador Constantino Paleólogo. Y Constantinopla seguiría siendo Constantinopla, la ciudad de los últimos romanos, protegida bajo la enseña de la Santa Virgen. El rito griego acompañaría todavía a las procesiones.

Tampoco, y en segundo lugar, el infame Mendizábal hubiera realizado su catastrófica desamortización, y los pueblos de Castilla, y aún más lejos, hubieran seguido disfrutando de un tradicional  disfrute de las tierras comunales, de baldíos y manos muertas, en amigable sosiego frente a la codicia liberal.

Carmen, que nos acompaña tomando zumos exóticos, impenitente lectora de obras imposibles,  ha soñado también alguna vez. Nunca debió de incendiarse la Biblioteca de Alejandría, con la irreparable pérdida de sus miles de manuscritos. Nunca debieron de entrar las tropas de los mamelucos en la ciudad de los Tolomeos. O por lo menos, jamás debió de haberse pedido la inapreciable obra de Piteas de Marsalia sobre su navegación por al Océano ignoto, hasta la isla de Thule, allá por el siglo III a. C.

No podemos objetar nada, claro. Aunque la colección de hagiógrafos coptos del Museion de Alejandría se la iba a leer ella.

El profesor García lo tiene más claro. Para él, el enorme, el irreparable error fue el del Conde Duque de Olivares, cuando trocó la conservación del Condado de Barcelona por la pérdida del Reino de Portugal. “Antes –nos explica– el Serenísimo Príncipe Felipe hubiera tenido que decidirse a trasladar la capital del Reino a Lisboa”.

Ante esta visión nos extasiamos. La capital del Reino en la ciudad más bella, más luminosamente  melancólica de Europa. Donde proliferan las librerías de lance, los cafés en las esquinas sobre el océano y la gente habla en voz baja, incluso.

Jorge apunta, para más entusiasmo: “Y los fines de semana podríamos ir a ver jugar al Atlético al estadio del Benfica”. Los del Atlético, además de morantistas,  decididamente son incorregibles. “ Sí. Y ver la corrida de rejones en Campo Pequenho”, apunto yo, que sigo militando en el partido del caballo lusitano. Y en la escuela de doma del  Marqués de Marialba.

La ilusión, sin contar con la cerveza Sagres, ni la casas rurales del Alentejo, ni las tabernas memorables de la ciudad de Porto, es demasiado fascinante. (Qué decir de  una liga en donde jugaran el Boavista y el Vitoria de Guimaraes ).

Pero entonces Blanca, que no en vano vive en Suiza, interrumpe el ensueño, preguntándonos:

-Por cierto, ¿qué es lo último que ha dicho el Artur Mas?
Y la ilusión se desvanece, como por ensalmo.

Nunca, comprendemos de repente, los romanos volverán a reinar en Bizancio. Nunca tornarán las dehesas comunales. La Biblioteca de Alejandría se habrá perdido irremisiblemente. Sobre el Reino de Portugal se extenderá una larga frontera. En los bares de Madrid se seguirá alternando a voces. Y los catalanes seguirán hablando en prosa, sin saberlo quizá.