Jorge Bustos
España dio al inventor de la novela moderna, Cervantes, y a la Patrona de los escritores, Santa Teresa de Jesús, pero son estos méritos demasiado espirituales como para que sean considerados por la sombría usura de cuello blanco del FMI. Ayer se celebraba la onomástica de la Patrona nacida en Ávila, de donde siendo piadosa y audaz niña con la cabeza bullente de hagiografías partió a tierra de moros en compañía de su medroso hermano para ser ambos descabezados; todo un derroche de quijotismo martirial, vía desde luego expeditiva a los altares que no consintió el Señor, cuyos caminos, como se sabe, son inescrutables. Santa Teresa, maestra de santos y de escritores –condiciones que no suelen ir nunca de la mano, porque los buenos libros se hacen con malos sentimientos–, aún habría de fundar muchos conventos, encabezar la Contrarreforma del Imperio y experimentar el éxtasis místico que le inspiró la mejor escultura del Barroco europeo al genio apabullante de Gian Lorenzo Bernini.
Corría el año 1647. Bernini ya se sabía inmortal desde que en la veintena, a la edad en que nuestros mejores niños acaban la licenciatura y empiezan el posgrado, sacó de la dura piedra las maravillas mitológicas de Villa Borghese.
—¡Cómo esculpiría las hojas del laurel de Apolo y Dafne! —me decía el domingo M. llena de admiración, ella a quien también habría querido esculpir Bernini de haberla visto.
Seguir leyendo: Click