Seminarista
JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
En su libro «De origine et situ Germanorum» el historiador romano Tácito describe el uso del caballo por los antiguos germanos como método de adivinación. No es de lo más frecuente el uso de cabalgaduras en las artes adivinatorias, siendo preferidas por los augures otras especies como aves o corderos, acaso por resultar más manejables, pero el hecho es que, al menos, entre los germanos el caballo vaticinaba el porvenir, y hoy en Las Ventas no sabemos qué soplo de viento germánico nos ha traído la premonición de lo que iba a pasar. La cosa ha sucedido en el primer toro, Seminarista, número 7, que empujado quién sabe si por Tîwaz o por Odín o Thor, ha conseguido derribar al Equigarcesaurius cuyo destino gobernaba desde lo alto Aurelio Cruz, vestido de azul y oro. La premonición de que algo grande iba a pasar recorrió la Plaza como una descarga, pues tras quince tardes, tras noventa toros que han salido por la puerta de los chiqueros no ha habido uno solo hasta este Seminarista que haya sido capaz de hacerse con las mañas para hacer medir el suelo con sus cuerpos al cuadrúpedo y a su jinete. No ha sido uno de Dolores Aguirre, ni de Arauz de Robles, ni de Pedraza de Yeltes, ni de La Quinta: ha tenido que ser un Garcigrande el que haya venido a tomar venganza de todos sus congéneres que no pudieron tumbar un caballo en todos los días que llevamos de Feria.
El toro, no se vayan a creer lo que no es, no era ningún Hércules, que a las primeras de cambio, por ejemplo al salir de la segunda vara, salió trastabillado y perdiendo las manos, pero tuvo el impulso divino que le auxilió a darnos esa ilusión y mostrar esa premonición de que algo podía pasar.
Antes, al principio del encuentro entre Morante de la Puebla y Seminarista, se había comenzado a fraguar su mutua relación con unas verónicas que pusieron a la Plaza en pie. Fueron dos primeramente y luego cuatro de trazo corto y muy firme con la mano de salida levantadita, la pata adelante y ganando un pasito en cada una de ellas, ensambladas perfectamente las unas con las otras, ligadas y de un aire personalísimo. Con un capote de seda de unas dimensiones apropiadas, Morante definió su toreo a la verónica, mandón y poderoso, tanto que muchos pensamos que con ellas se había cargado al toro. La resolución de esos bellos lances no fue la más exquisita al perder el capote el diestro cundo el toro hizo por él tras la media verónica final, pero la sensación de buen toreo que dejó, de toreo muy poco visto, fue extraordinaria y nadie echó cuentas de lo del capote.
En banderillas José María Amores sale apurado tras clavar el par y corre hacia el burladero del 9, en cuya boca se encuentra Morante de la Puebla, que se aparta airosamente para dejar pasar al peón a arribar al sitio seguro y, además, le hace el quite a cuerpo limpio, graciosa y naturalmente, sin soltar el vasito de plata que porta en la mano. Ovación para la espontaneidad del matador.
Tras pedir permiso al señor de la Policía, se dispone Morante a iniciar su trasteo con Seminarista. Le cita en el tercio y el animal acude pronto. Le recibe con pases por bajo, la rodilla flexionada, ganando terreno en cada uno y así le da cinco, que son vitoreados por la plebe, rematando con uno por alto y un cambio de manos que da lugar a un pase de trinchera de mucho gusto. Con el toro en la posición donde lo quiere el torero, fuera de las rayas de picar frente al 9, se dispone a torear con la derecha obteniendo una serie en la que consigue empalmar unos muletazos con otros sin una sola violencia, sin una brusquedad, bien colocado, mandando en el toro. La serie finaliza cuando el toro se medio cae.
Intenta Morante una nueva serie con la diestra, siendo acosado por Seminarista. El torero se lo quita con uno por alto y vuelve a plantear de nuevo la serie de derechazos, sin agobiar al toro, dándole su terreno. Le cita con firmeza y el toro acude para que Morante deje una soberbia serie de redondos, cosidos los unos a los otros, extraordinarios de encaje y de torería, resolviendo la serie con un nuevo cambio de manos y uno por alto.
Ahora toca el turno de la mano izquierda. Ese no parece ser el pitón óptimo del toro, que se abalanza hacia el torero, quien con gran serenidad le cambia el terreno y le cita sacando una bella colección de naturales de trazo largo y de suave ejecución: primero le da uno y se coloca de nuevo para dar dos más, siempre buscando la colocación. Luego otros dos naturales y, de nuevo, la colocación, y para acabar la serie otro natural más y luego uno por alto que dan lugar a un airoso molinete invertido, único guiño de puro adorno en toda la faena, que remata la serie en la que no ha habido una sola brusquedad. La Plaza en pie vitorea al torero de La Puebla.
De nuevo vuelve Morante a la derecha para dejar otros tres y un torerísimo cambio de manos andando. Tras agarrar la espada de verdad, finaliza Morante su obra con cuatro ayudados por bajo, una trincherilla y dos más andando, torerísimos, para igualar al toro en la suerte natural, tomándole en corto, y dejar una estocada entera y atravesada que no consigue tumbar al animal. Tiene que recurrir al descabello. Grandísima ovación.
Morante ha firmado hoy en Madrid su mejor faena como matador de toros en la Monumental, en la que ha resaltado la solidez de la misma, la manera en que las series se han sucedido, sin tiempos muertos ni absurdos paseos introspectivos. Morante ha traído a Madrid el triunfo de la naturalidad, de la torería eterna y viril, con sus justas gotas de gracia en los cambios de manos, en el pase de la firma, en los pases de trinchera, con su toreo al natural sin renunciar a la posición, el derechazo con el medio pecho y la justa cargazón de la suerte, la figura erguida, el remate atrás, la manera de agarrar la muleta y de manejarla como si fuera de papel de seda. Morante de la Puebla ha dejado esta tarde en Madrid un compendio de las virtudes del toreo clásico, nada amanerado, creando una faena basada en los pases esenciales del toreo, sin concesiones, pasándose al toro por la barriga. Nada que ver con el neotoreo de cada día, basado precisamente en renunciar a la posición en la que nace el toreo. Morante ha compuesto una sólida obra con los mimbres del toreo imperecedero, una faena de las que llegan al alma y se recuerdan por la calidad de lo que se ha visto y por la firmeza del torero en poner en marcha su faena de una manera clara, sin probaturas. Desde que ha comenzado, con los ayudados por bajo, Morante tenía en la mente lo que iba a construir, y esa obra la ha hecho en un pequeño espacio de terreno de la Plaza, todo ensamblado, todo conciso, en una exposición de sobria calidad que no está al alcance de cualquiera. Ni parar relojes ni monsergas engañabobos: lo que Morante ha hecho en esta calurosa tarde madrileña ha sido ni más ni menos que el toreo, su interpretación personal de lo que es torear a un toro que no presentó ningún signo de maldad y que, salvo un par de achuchones, no tuvo otra misión en la vida que la de embestir.
A las siete y veinticinco de la tarde la corrida se había terminado. Morante había puesto una losa de hormigón sobre Las Ventas y a nadie le interesaba ver el rollo cotidiano que traían consigo los otros dos que andaban por allí, vestidos de luces.
El ganadero, Justo Hernández
La premonición
El caballo de Aurelio Cruz
ANDREW MOORE
FIN