sábado, 24 de mayo de 2025

Sábado Santo


Buena Muerte Cádiz


Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


Día del Vacío y la Esperanza. Pemán, a quien Manuel Machado connumeraba por su lado místico con Teresa de Ávila y con Juan de la Cruz, con fray Luis y con Lope, creía que la liturgia había logrado una perfecta fotografía psíquica del día que conmemora: el Sábado Santo es, en efecto, el día totalmente vacío.


Si yo tuviera facultades para organizar una liturgia imaginativa, propondría que, manteniendo el vacío y parálisis del actual Sábado Santo, saliera ese día a la calle la Virgen de la Esperanza de Triana. Sería un día negro surcado por un ramalazo verde.


Semana Santa de Sevilla: ápice y extremo de la Liturgia Católica.


No hay nada más católico que la Semana Santa de Sevilla –escuchó Pemán decir a un inglés chestertoniano en el duermevela procesional de una “Madrugá”.


Aquel año, horas antes de salir la Amargura, unos amigos lo llevaron a ver, en un patio, la instrucción de la centuria de “armados” (los romanos de toda la vida, para que se entienda) que había de dar escolta al “paso” aquella noche. Luego, formados en su presencia, el centurión, “sin la más leve sonrisa”, le dijo: “Arénguelos, don José.” Y don José los tuvo que arengar.


Los cofrades, dice, aplaudían y se entusiasmaban; pero ellos, los “armados”, no. Ellos eran soldados romanos. Vivían plenamente su verdad. Estaban firmes, inmóviles. Y el orador estaba seguro de que pensaban: “Habla bien, pero estuvo mejor Marco Tulio cuando arremetió contra Catilina... ¡Cómo hablaba aquel tío!”


Dicen que Pemán, al morir, pidió que le leyeran su poema “Al Cristo de la Buena Muerte”, que es el Cristo de Cádiz. A presenciar el traslado de este Cristo acudía todos los años un hombre enorme con abrigo gris que se veía que era inglés. El inglés de los ojos azules. Se decía que había sido protestante y que se había convertido por mediación del Cristo atribuido a Montañés. Un día, cuenta Pemán, cuando ya estaba el Cristo tendido en el suelo, uno de los hermanos observó que sería conveniente limpiarle un poco el polvo que cubría las zarzas de la corona y las guedejas del pelo. Se pidió un paño para limpiarlo. No había ninguno en la sacristía. Entonces, el inglés de los ojos azules, tímidamente, se ofreció para traer uno de su casa. No tardó ni tres minutos. Era un paño de encaje, de hilillo de oro riquísimo, con flores bordadas en seda de colores. Todos le dijeron: “Hombre, no era esto. Lo que queríamos era un paño para el polvo...” Pero el inglés de los ojos azules replicó: “Sí; ya lo he entendido. Pero, vamos, me pareció que para tocar al Cristo...”