Santo Domingo
Francisco Javier Gómez Izquierdo
Hace un mes, en una habitación del Hospital de Burgos en la que mi hermana plantaba cara al bufido de ese bicho sin misericordia que salta donde menos nos esperamos y más nos duele, entró a tratarse la vesícula Isabel, una riojana de Santo Domingo de la Calzada, mujer cabal y por derecho que le gustaba estar bien presentada hasta en la enfermedad. Sus hijas, guapas con avaricia, alguna ya en los cuarenta, demostraban devoción por la madre e incluso han heredado una frescura y belleza femenina nada cómplice con el feminismo.
Entre las muchas anécdotas vividas entre los 60 y 70, contó Isabel una que llama la atención por la sensación de orfandad y desvalimiento en la que malvivían en la época mozos valientes que aspiraban a matadores de toros sujetos a los avariciosos afanes, no tengo claro si de padrinos, apoderados o vividores.
Decía Isabel “....andaría yo en los 23 o 24 años y en casa, como era grande, dábamos habitaciones para dormir. En mayo, por el santo, unos hombres trajeron a casa un muchacho de Méjico, Colombia o por ahí, que era torero. Los hombres se marcharon y el muchacho se quedó en la habitación sin salir y, claro está, sin cenar. Al día siguiente se levantó hacia las nueve o diez y cuando vi cómo miraba las comidas que estaba preparando -yo era “mu exagerá”- de bacalao, cordero en caldereta, callos, arroz con leche me dio mucha pena, pero no quise decir nada porque la verdad ni me iba ni me venía. En la Rioja, y más por fiestas, antes de la comida fuerte del mediodía, se acostumbraba a echar un porroncillo con una cazuela y ¡¡mira! los ojos del torerillo, que se llamaba Pedrín Castañeda, lo decían todo, y a mí me parecían como los ojos de los negritos del Domund. Total, que al verle tan hambriento, le dije que si quería unos callos. ¡No duraron ni dos minutos en el plato! Comió con el hambre de persona necesitada y no me pudo el corazón y le puse otro plato con colmo. Y luego se apretó un tazón de arroz con leche de padre y muy señor mío... y al rato vinieron por él para llevarlo a la plaza. Yo soy muy torera y me alegré de verle en la plaza una barbaridad porque el chico lo estaba haciendo muy bien. Bueno yo no entiendo pero toreaba al gusto de la gente, hasta que ¡catapúm! lo cogió el toro y lo revolcó “p’arriba y p’abajo”. ¡Qué disgusto me entró, madre mía! Dijeron que los médicos se enfadaron lo que no está escrito al ver el desparrame de callos que inundó la enfermería porque por lo visto los toreros no deben comer unas horas antes de las corridas. Por la noche vinieron los que llevaban al torero a recoger la maleta y se iban sin pagar ni ná. Mi marido los paró y ya no me acuerdo cómo se resolvió la cosa, pero Pedrín tuvo buen recuerdo de mí, porque al año o dos años volvió a La Rioja y fui a verlo para interesarme por cómo había quedado de la cogida. Me emocionó lo que no se sabe, porque no se le ocurrió otra cosa que brindarme un toro. ¡Qué vergüenza pase, Dios mío!"
Las hijas de Isabel, aficionadas a los toros por fiestas y no con la devoción que se predica en Salmonetes... dudaron de la vergüenza de su madre y me dijeron que nunca han sabido de Pedrín Castañeda, por lo que pregunté a quien sabe -al gran Márquez- y éste da fe de la cogida en Santo Domingo de la Calzada el 12 de mayo de 1970, compartiendo cartel, no sé si de novillero o ya torero con “El Platanito”, del que un servidor recuerda, si no me falla la memoria, que andaba a la busca de oportunidades.
Queda dicho lo anterior con cariño para Isabel y sus hijas y con todo el respeto del mundo para Pedrín Castañeda, si por arte del demonio le llegan estas letras.