Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En la vida real la libertad de expresión y la libertad de pensamiento son excluyentes: en España el camino más corto para acabar en la calle recogiendo cartones es ir por ahí diciendo lo que se piensa.
–Yo lo que veo es que aquí todo dios tiene dos opiniones, una para lo alto y otra para lo bajini –nos soltó en un almuerzo un galguero de Leganés que no ha leído a Dumas, que decía tener dos opiniones de la Virgen, una para los periódicos y otra para los amigos.
Pero los ilustrados del XVIII creían que la libertad de pensamiento llevaba a la verdad y supusieron que la libertad de expresión sería la mejor garantía contra el abuso del poder del Estado.
En América, Madison, que sabía más de la vida, pensó que el mejor modo de combatir a un poder no es una opinión, sino otro poder: que un poder vigile a otro poder y el ciudadano dormirá tranquilo. Y urdió el prodigioso juego de poderes constitucionales que la izquierda americana (los liberales) intentan cargarse desde Roosevelt.
–Ante la sacro santidad del Estado –había dicho, con repeluzno, Max Stirner–, el individuo aislado no es más que un vaso de iniquidad en tanto que no se ha prosternado. La soberbia eclesiástica de los servidores del Estado tiene castigos exquisitos para el “orgullo” secular.
El ideal socialdemócrata no es que el ciudadano controle al gobierno, sino que el gobierno controle al ciudadano: de ahí la envidia con que la izquierda americana ve las partidocracias europeas, en que cualquier jefe de gobierno manda más que Luis XIV.
El tanteo (tocar los pitones con la muleta para ver por qué lado embiste mejor el toro) está ahora en las redes sociales, donde no son bien vistas las opiniones contra la socialdemocracia.
James Woods, un actor famoso por su CI, se fue hace un mes de Twitter por los coqueteos “censorship” del pajarito azul. Tras mucho cavilar entre “activismo” o “silencio”, ha vuelto al “activismo” con medio millón de seguidores.
Será otra guerra larga.