viernes, 5 de febrero de 2010

LOS VIERNES DEL CAMPO DEL GAS IV


LO QUE VI DEL MATCH DEMPSEY-FIRPO



Yo le había escrito a Julio Málaga:

-Consiga los asientos más próximos al ring. No basta ver los puñetazos: es necesario oírlos.

Y el arequipeño genial, que ya ha clavado el rascacielos de su lápiz gigantesco en pleno Nueva York, me contesta:

-Confíe en mí. Oiremos las trompadas.

De la ventanilla del tren, veo Washington perderse en la neblina matinal de setiembre. Cincuenta horas de viaje. La alegre campiña de Maryland, los ríos grises de Delaware, los humos mineros de Pennsylvania, Nueva Jersey como un bosque de chimeneas, y al extremo de un túnel inacabable, Nueva York. Un negro, una propina, la maleta; otro negro, otra propina, un taxi.

¡Nueva York! Hay como un estímulo de cosquilla en el ambiente de la gran ciudad. La sensación de París vuelve a mis nervios. Este 14 de septiembre de 1923 -prolongada incógnita para los meteorólogos- trae las primeras acideces del otoño y sufre de las inconstancias de un sol con coqueterías de luna. "La noche será fresca", han dicho los profesionales del termómetro, y Nueva York comienza a estornudar con la naftalina de los abrigos guardados.

En ese momento del atardecer, la ciudad parece despertar. Hay un desperezamiento paradójico de aurora con el primer fulgor de las luces eléctricas. Broadway, la Quinta Avenida, Times Square... ¿Cómo sería este hormigueo fantástico, mirado desde el ZR-1 que voló ayer sobre Nueva York? La muchedumbre parecía una inmensa ola negra que jugara a cortarse con el cuchillo luminoso de los automóviles. Masa enorme de carne, esta noche con un solo pensamiento: "Polo Grounds... Dempsey... Firpo..."

En la calle 34, un hotel parece tener aún una mesa vacía. Málaga, Reinaldo Luza y yo nos sentamos alrededor de ella. Humo de cigarros, periódicos desplegados, charla nerviosa salpicada de Firpo y Dempsey. Cien prismáticos cuelgan de las sombrereras, de las sillas, de los braquetes de luz. Comemos mal, hablamos copiosamente, gastamos tres cuartos de hora y varios dólares. A las ocho, nos precipitamos a la calle. Dos o tres cuadras, y en el salto a las escaleras de la estación del elevado de la 33 y Broadway, nos salpican unas interjecciones en español. Los pisotones se multiplican. Luego, el torniquete de la entrada, el forcejeo en la puerta del vagón, el ensardinamiento.

-¿A qué altura está Polo Grounds?

-Calle 155.



A sesenta kilómetros sobre los zancos de hierro del elevado, vemos la línea compacta y centelleante de los automóviles avanzar lentamente hacia "allá". La ciudad entera parece precipitarse al norte: tranvías, carros, elevados, peatones, todo se lanza en la dirección única: ¡Polo Grounds!

Vacía el elevado su cargamento de humanidad y la columna se dirige al oeste. Varias puertas y piquetazos en los billetes y, por fin, el circo inmenso, los cien mil hombres con sus cien mil rumores, bajo un avión altísimo que vuela avisos luminosos de un específico para las pecas...

La muchedumbre atora los pasajes de entrada. Nos abrimos paso a golpe de codo y cortesía de profusos "perdón". Al extremo de un corredor, una barrera se interpone. Dos agentes de policía, dos irlandeses hercúleos dignos de pisar un ring, ayudan a franquear el obstáculo. Otro pasaje, entre la multitud sentada... Un nuevo mordisco a los boletos. Seguimos avanzando. Estamos a cien metros de la entrada y aún nos separan del ring cincuenta filas. Un acomodador nos señala nuestros asientos: 31, 32 y 33.

El ring es un cuadrado de luz, un pedazo de día en la oscuridad de la noche y de la muchedumbre. Parece que lo encendieran los doscientos mil ojos que se concentran sobre él. Dos hombres boxean sobre aquella ascua blanca. Uno cae. Dan Bright, de Inglaterra, ha puesto fuera de combate a Lou Brown, de Australia, en cincuenta y ocho segundos. Nadie se interesa en el hombre que ha quedado en pie; nadie piensa en el hombre caído. Y, sin embargo, los doscientos mil ojos que no ven continúan mirando, encendiendo, calcinando al rojo-blanco el cuadrado incandescente del ring.

Nuevos hombres boxean al magnesio ante la indiferencia de la multitud y del tiempo.

De pronto, un clamor formidable sube al cielo, como una espesa humareda de voces... Firpo ha llegado al ring. El damero amarillo y morado de su bata no oculta bastante la arquitectura de su cuerpo. Pesado, lento, serio, avanza a las cuerdas y las saluda. Los silbidos saltan por todas partes, como resortes rotos.

-¡Qué injusticia! -grita Málaga.

Luza interrumpe:

-¡Pero, Julio! Si aquí se aplaude silbando... Esta silbatina es una ovación.

La "ovación" continúa y de súbito se acrecienta una pirotecnia de alaridos. Dempsey ha saltado al ring. Ágil, nervioso, felino, vibra sobre sus piernas bailarinas y eléctricas. Se acerca a Firpo para un apretón de manos. Los guantes chocan con un ruido blando. En medio del ring, hay un conciliábulo solemne... Seis, siete hombres están de pie, aplastados de luz, las cabezas bajas. El referee imparte sus instrucciones; los ritos del ring se cumplen ceremoniosamente. Una voz de victrola anuncia:

-Dempsey... de los campeones... nuestro campeón... Fairpo... maravilloso... Sudamérica...

Mi emoción entrecorta la frase nasal del megáfono.

Los siete hombres continúan conspirando. Un minuto después, se desparraman en abanico hacia los dos extremos del ring. Dempsey se desprende de su chompa de lana blanca. Un murmullo aprueba el granito de su musculatura. Firpo ha dejado caer su bata... "Aaaahhh." Un torso de hombre cavernario se ha erguido ahí, bajo los arcos voltaicos, como un anacronismo. Aquel leviatán humano con barba de cinco días bajo los remolinos de la melena y los carbones del entrecejo exige la piel de carnero a la cintura y no el calzón corto de sport; aquel brazo velludo -árbol y gorila- pide blandir en la mano una quijada de megaterio y no la civilización de un guante de ocho onzas.

Cada hombre está en su esquina, mirando a la esquina opuesta. Dempsey, sonriente e infantil; Firpo, grave, taciturno, dejando ver las doscientas dieciséis libras y media de su cuerpo. La campana va a sonar... Una emoción indescriptible estruja los segundos... Viene a mi recuerdo un instante idéntico, hace dos años, en el ring de Jersey City. Dempsey gigantesco, lerdo, rabillojeando receloso y avieso la gallardía griega de Carpentier. Dempsey -el Firpo de Jersey City- es hoy el Carpentier de Polo Grounds.

La campana... El campeón se lanza hacia el argentino, la cabeza en bauprés. Firpo, los puños bajos, espera cautelosamente. Una colisión de masas, y el norteamericano cae, rodilla en tierra. El encuentro ha sonado con el ruido único de las carnes que chocan, fofamente, como el eco amplificado de aquel apretón de guantes de hace unos minutos. A la caída de Dempsey, cien mil hombres se ponen de pie. Cada asistente se empeña en resolver el problema de su estatura con la del vecino delantero. El clamor es oceánico. Junto a mí, Málaga maldice de su metro sesenta. Mientras tanto, Dempsey, erguido, asesta puñetazos furiosos a la mandíbula. El sudamericano cae, por primera vez. Se levanta, ataca, golpea. Los cuatro brazos juegan un remolino indescriptible multiplicándose en un jeroglífico de puños. Una izquierda de Firpo resbala sobre el torso de Dempsey, y la inercia arrastra al argentino al fugaz reposo de un clinch. Un ruido de carne castigada, y Firpo pierde el equilibrio. El referee empieza a contar... El argentino se alza, pesadamente. Dempsey está allí, cerca de él, sobre él, esperando, midiendo, saboreando aquella mandíbula indefensa y ofrecida... Y antes de que Firpo haya levantado del suelo su mano izquierda, la derecha del campeón se hunde como una maza en la mejilla barbuda. El referee cuenta hasta nueve y las cenizas del marqués de Queensberry murmuran algo que el vendaval de cien mil voces no deja escuchar.

Siento la palidez de mi rostro, el sudor frío sobre mis manos, el corazón sacudido como moneda de alcancía. ¿Aquello no ha durado ya los tres minutos reglamentarios? ¿La eternidad de esta lucha va a continuar? Caigo de mi asiento, y por un instante veo a Málaga encaramado sobre la banca, desorbitado, un brazo en alto y el otro hundido en el hombro de un vecino. Cerca del ring, apiñados sobre la plataforma de una T de diez metros, varios hombres enfocan a la lucha los ojos sin nervio de los cinematógrafos. Un silencio súbito y, como un croar de ranas, el traqueteo del telégrafo bucoliza la noche.

Salto de nuevo sobre mi asiento y emerjo a tiempo para ver la catapulta de un brazo sepultarse de lleno en una mandíbula desprevenida... Levantado en peso, de cabeza, los pies en alto, Dempsey se zambulle en el público, con un pirueteo clownesco. Cae, fuera del ring, sobre los espectadores. El trampolín de veinte manos le devuelve al combate y ahí, aturdido, beodo, como regresando de un sueño, sus puños acuden instintivamente a la quijada argentina...

-Seis..., siete..., ocho... -y Firpo se incorpora.


Suena la campana y al desenredarse de un clinch, el campeón, fuera de sí, golpea, golpea aún...

Han pasado tres minutos, los tres minutos más largos que he vivido. No hay tiempo de hablar, de pensar, de prever lo que va a ocurrir cuando aquellos dos hombres vuelvan a arrojarse el uno contra el otro.

-¿Y...? -me pregunta desde abajo un hombrecillo diminuto.

Periscopio del enano, miro el ring y sólo veo un aletear de toallas.

-¡Dempsey está perdido! -dice uno cerca de mí.

-¡Firpo está deshecho! -exclama otro.

Esta lucha ha roto con las bellas tradiciones del box científico. La pelea entre Dempsey y Firpo es un choque de fuerzas, una colisión de músculos, un encuentro de masas. ¿Ataque? ¿Defensa? ¿Hay ataque y hay defensa en dos locomotoras lanzadas una contra la otra, en el deporte favorito de los cowboys del Oeste?

Suena la campana del segundo round. La multitud se pone de pie. En el ring, los hombres chocan furiosamente. Del entrevero saltan los ecos de los ruidos fofos. Firpo cae, y vuelve a caer para tornar a caer y no levantarse... La masa oscura y gigante se ha derrumbado pesadamente. Las piernas a plomo, los brazos flácidos, el cuerpo en cruz, ensaya erguirse y sólo atina a revolcarse sobre sí mismo...

-Siete..., ocho..., nueve...

La muchedumbre corea la cuenta del referee y al desahucio definitivo del "diez" estalla en un manicomio de clamores...

Y, sin embargo, hay todavía en el ambiente la sensación de una espera, la inquietud de un "algo más" que debe venir... El ardor del combate ha sido recio, la acometividad tan intensa, el desenlace tan súbito, que la multitud no está preparada para el epílogo. ¿Doscientos treinta y siete segundos para cien mil hombres? El corazón portamonedas de la Humanidad pesa dólares y minutos y se siente estafada.

Dempsey, de pie, apoyado al pentagrama incandescente de las cuerdas, responde con el guante en alto al rugido del triunfo... Salto de mi asiento. Málaga está lívido, cadavérico. Luza tiene el alma a media asta. Nos miramos sin saber qué decir, los tres con nuestras lenguas de papel secante. Una fila de sillas se desploma ruidosamente. Y en el cielo nocturno, el avión insiste en la futileza de sus avisos de luz.