DESPEDIDA DE UN TAURINO
Juan Manuel de Prada
abc.es
El Dalai Lama ha mandado una carta a los diputados catalanes solicitándoles la prohibición de las corridas de toros en Cataluña; en lo que mira por su bien, pues siendo el Dalai Lama un hombre de natural manso y creyendo como buen budista en la reencarnación, lo más probable es que termine reencarnándose en uno de esos mansos de Núñez del Cuvillo que echan en la plaza de Barcelona. Pero un budista como el Dalai Dama no puede entender los toros, pues el budismo es una religión (o una disciplina psicológica) que, para espantar el miedo de la muerte, hace yoga. Para entender los toros hace falta mirar a la muerte de cara, tomándola muy en serio, como hacen los católicos el Viernes Santo, y muy en broma, como hacen el Domingo de Resurrección. El budista ve en la vida una suerte de ritmo fatídico, de rotación cósmica, de rueda del destino; y se conforma con ampliar su experiencia de la vida repitiéndola una otra y otra vez, mediante la anodina reencarnación. El católico, por el contrario, ve en la vida una oportunidad para descoyuntar el universo, para buscar chispazos de un bien más alto que el que pueda ofrecerle la experiencia; y, así, no trata de ampliarla indefinidamente, sino de reventarle las costuras o descerrajarla, mediante la jubilosa resurrección. Por eso el símbolo del budismo es un círculo, que representa la repetición (una serpiente que se muerde la cola); mientras el símbolo católico es la cruz, que señala audazmente direcciones opuestas, estirándose hasta la eternidad.
Conque un torero puesto ante un toro es un católico que quiere descerrajar la vida, reventarle las costuras, para palpar un bien más alto que el que pueda ofrecer la experiencia; a esto lo llamaba Agustín de Foxá pasearse entre el más acá y el Más Allá, que a mi juicio es la forma más exacta y sintética de definir el toreo y, en general, el arte genuinamente español. Arte que el Dalai Lama no puede entender, porque mientras el torero se pasea entre el más acá al Más Allá en cada muletazo (como una cruz viviente sobre la arena), el budista está dale que te pego haciendo girar la rueda del más acá, como un conejillo de Indias en la jaula; y, por mucho que a este girar la rueda lo llamen los budistas beatitud, para nosotros es algo que no se distingue demasiado de la desesperación. Una religión (o disciplina psicológica) que entiende la beatitud como un éxtasis de indiferencia jamás podrá disfrutar de los toros, gracias a Dios. Y los taurinos, para castigar la osadía del Dalai Lama, no tienen más que esperar que se reencarne en un manso de Núñez del Cuvillo; sólo que alguien debería encargarse de que ese Núñez del Cuvillo caiga en manos de José Tomás, para que pueda indultarlo.
Mucho más letales para la fiesta nacional que la carta del Dalai Lama se nos antojan las memeces que a cada poco se publican en la prensa, proferidas por gentes que, proclamándose aficionados o presentando credenciales de matador, deberían preocuparse de defender con argumentos menos mostrencos y claudicantes su afición y su vocación. Sirvan como ejemplo estos dos botones de muestra, rescatados de los titulares de este periódico en fechas recientes: «Prohibir la fiesta va contra la Democracia» (Cayetano); y «Nadie puede negarle a nadie su espacio de libertad» (Serrat). Si una fiesta ancestral, constitutiva del genio hispánico, tiene que justificarse como una conquista de la democracia o como un espacio de libertad, por mí que la vayan enterrando; y, desde luego, viendo que son estas majaderías las que se estilan, desde hoy mismo me apeo de su defensa, que dejo a los vindicadores de la democracia y a los apóstoles de la libertad. Toda esa morrallona progresista es el caballo de Troya que acabará desnaturalizando la fiesta nacional. Antes que contemplar sus efectos, prefiero seguir las prédicas del Dalai Lama.