FIVE O'CLOCK TEA
Por Julio CAMBA
Ningún día dejaba yo de tomarme mi five o’clock tea en la vieja Maison Dorée de la calle de Alcalá. A veces me lo tomaba como merienda y, a veces, como desayuno, pero, ¿qué más daba? “Five o’clock tea a todas horas”, anunciaba la Maison en unos grandes carteles. Y, perfectamente seguro de que el tea era el té, yo, como tantos otros madrileños con pujos de cosmopolitismo, suponía, por deducción, que el five o’clock eran las pastas.
La exclusiva de la Maison Dorée no duró mucho tiempo. Poco después un amigo me dijo que en el Café de la Luna se servían también five o’clock teas y que, aunque el té que los integraba quizá no fuese mejor que el de la Maison, los five o’clocks, en cambio, eran muchísimo más abundantes. Me trasladé, por lo tanto, al Café de la Luna, donde buen número de elegantes se congregaban todos los días en torno de unas teteras de metal muy abolladas, vertían en tazas o vasos, a través de un colador bastante dudoso, la aromática infusión y empapaban en ésta galletas, pasteles, emparedados y todo lo empapable. Eran los partidarios de la moda inglesa, a la que le habían sacrificado barbas y bigotes, lo que, en aquella España predominantemente hirsuta, les daba a unos el aspecto de actores y a otros el de presbíteros.
Tanto los tés del Café de la Luna, sin embargo, como los de la Maison Dorée no vivieron mucho más de una primavera, y la bohemia literaria que se había acostumbrado a alardear de su anglofilia y a saciar su apetito con ellos se encontró de la noche a la mañana, como quien dice, en mitad de la calle; pero todo tiene su remedio en este mundo.
Había entonces en Madrid un marqués al que le daba por la literatura, cosa bastante rara, porque tenía algún dinero y no es frecuente el que nuestros aristócratas se interesen por las bellas letras, mientras no se quedan sin dos reales. Aquel marqués organizó en su casa unos tés literarios que tenían lugar dos o tres veces al mes. A ellos acudían numerosos escritores jóvenes que el marqués exhibía como bichos raros en sus salones, y, desde una semana antes de cada té, los invitados se iban de puerta en puerta pidiéndoles ropa a los amigos. Algunos se afeitaban con dos o tres días de anticipación. Luego, cuando llegaba la fecha señalada, se veían subir por las escaleras del prócer levitas, chaqués, smockings, fraques y hasta macferlanes dentro de los cuales iban unos hombres intrusos que no eran nunca de la misma época ni de la misma medida de aquellas prendas.
-Aquí –escribí yo por aquel entonces en un periódico de Madrid– la única persona que nos convida a tomar el té es el marqués de H y luego dice que nos guardamos las pastas en los bolsillos.
El marqués me envió una carta, asegurándome que él nunca había dicho semejante cosa, pero, en todo caso, podría muy bien haberla dicho. Los mismos invitados se ponían verdes unos a otros al final de los tés, echándose en cara su falta de modales y su exceso de glotonería. Cada cual se vanagloriaba de haber comido menos que los otros, como si el comer poco fuese muy distinguido.
Y así se inició en Madrid, y especialmente entre la bohemia literaria, la transición del café con media al llamado five o’clock tea. Hasta entonces nadie había tomado nunca aquí una taza de té más que cuando le dolía la tripa y uno no se explica cómo este dolor pudo ponerse de pronto tan a la moda.
[Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones]
La exclusiva de la Maison Dorée no duró mucho tiempo. Poco después un amigo me dijo que en el Café de la Luna se servían también five o’clock teas y que, aunque el té que los integraba quizá no fuese mejor que el de la Maison, los five o’clocks, en cambio, eran muchísimo más abundantes. Me trasladé, por lo tanto, al Café de la Luna, donde buen número de elegantes se congregaban todos los días en torno de unas teteras de metal muy abolladas, vertían en tazas o vasos, a través de un colador bastante dudoso, la aromática infusión y empapaban en ésta galletas, pasteles, emparedados y todo lo empapable. Eran los partidarios de la moda inglesa, a la que le habían sacrificado barbas y bigotes, lo que, en aquella España predominantemente hirsuta, les daba a unos el aspecto de actores y a otros el de presbíteros.
Tanto los tés del Café de la Luna, sin embargo, como los de la Maison Dorée no vivieron mucho más de una primavera, y la bohemia literaria que se había acostumbrado a alardear de su anglofilia y a saciar su apetito con ellos se encontró de la noche a la mañana, como quien dice, en mitad de la calle; pero todo tiene su remedio en este mundo.
Había entonces en Madrid un marqués al que le daba por la literatura, cosa bastante rara, porque tenía algún dinero y no es frecuente el que nuestros aristócratas se interesen por las bellas letras, mientras no se quedan sin dos reales. Aquel marqués organizó en su casa unos tés literarios que tenían lugar dos o tres veces al mes. A ellos acudían numerosos escritores jóvenes que el marqués exhibía como bichos raros en sus salones, y, desde una semana antes de cada té, los invitados se iban de puerta en puerta pidiéndoles ropa a los amigos. Algunos se afeitaban con dos o tres días de anticipación. Luego, cuando llegaba la fecha señalada, se veían subir por las escaleras del prócer levitas, chaqués, smockings, fraques y hasta macferlanes dentro de los cuales iban unos hombres intrusos que no eran nunca de la misma época ni de la misma medida de aquellas prendas.
-Aquí –escribí yo por aquel entonces en un periódico de Madrid– la única persona que nos convida a tomar el té es el marqués de H y luego dice que nos guardamos las pastas en los bolsillos.
El marqués me envió una carta, asegurándome que él nunca había dicho semejante cosa, pero, en todo caso, podría muy bien haberla dicho. Los mismos invitados se ponían verdes unos a otros al final de los tés, echándose en cara su falta de modales y su exceso de glotonería. Cada cual se vanagloriaba de haber comido menos que los otros, como si el comer poco fuese muy distinguido.
Y así se inició en Madrid, y especialmente entre la bohemia literaria, la transición del café con media al llamado five o’clock tea. Hasta entonces nadie había tomado nunca aquí una taza de té más que cuando le dolía la tripa y uno no se explica cómo este dolor pudo ponerse de pronto tan a la moda.
[Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones]