jueves, 8 de agosto de 2024

Nixon y la estafa Watergate (Hoy se cumplen 50 años de su dimisión)




David Román


El edificio Watergate es un mazacote medio feo en el centro de Washington, no muy lejos de la Casa Blanca, que se convirtió en mítico cuando un grupo de espías y medio-espías contratado por gente afín a Richard Nixon fueron pillados tratando de poner micrófonos para espiar a los enemigos políticos del entonces presidente.


El absurdo del tema está bien reflejado en una serie reciente en la que el líder del grupo, E. Howard Hunt, está tomando unas copas en aquella época, y se vanagloria de trabajar en la Casa Blanca. Un tipo de rango mayor le corrige:


“No trabajas en la Casa Blanca, Howard, trabajas en el EOB,” dice el tipo, irritado.


El Executive Office Building (EOB) es un edificio hermoso justo a la derecha (oeste) de la Casa Blanca, atractivo para los turistas, que le hacen fotos sin saber que aloja a todo el personal que sirve el complejo presidencial pero no tiene suficiente nivel para que les dejen estar siquiera cerca del presidente: es decir, en la propia Casa Blanca, de la que está separado por una valla e infinitas medidas de seguridad.


Que Nixon —de cuya famosa dimisión se cumplen 50 años el 8 de agosto— acabara siendo el único presidente estadounidense de la historia en efecto destituido, y lo fuera por la ridiculez de lo que se llamó el Caso Watergate y los panas del EOB merece una explicación concisa.


Espiar a los rivales políticos con las herramientas del Estado es más viejo que el mear. El CNI de la época de Felipe González sólo dejó de espiar a Alianza Popular cuando se convirtió en Partido Popular, y a partir de ahí espió al PP. John F. Kennedy y Lyndon Johnson, predecesores de Nixon, espiaban a sus rivales republicanos con regularidad, y el FBI a todo el mundo.


¿Recuerdan el escándalo de hace unos años, cuando unos ex compañeros míos en el Wall Street Journal montaron el llamado Dossier Steele, que alegaba que a Donald Trump le meaban encima prostitutas rusas? Todo eso fue solo una excusa para que la administración Obama pudiera ordenarle al FBI que espiara abiertamente a Trump y sus ayudantes, en lugar de tener que hacerlo en secreto.


Fue, de hecho, Nixon quien retiró el sistema de grabación que había instalado su predecesor en el Despacho Oval de la Casa Blanca, indignado por la obvia ilegalidad del sistema; aunque luego lo repuso cuando decidió que podía usarlo para tomar notas que luego usaría en sus memorias (pésima idea: el sistema fue después usado contra él en la investigación del Watergate).


El Caso Watergate fue un entremés cervantino con moralina. Desde el primer momento, la idea de los periodistas de izquierdas que aborrecían a Nixon y que se lanzaron a investigar el tema fue crear una imagen de gobierno autoritario fuera de control enfrentado a dos periodistas jóvenes y decididos y un periódico valiente. Esto está muy bien para Hollywood, pero no fue lo que ocurrió.



Lo que ocurrió es que gente del FBI decidió utilizar al Washington Post para filtrar información con el fin de destruir al presidente, y el Post, en la milenaria tradición periodística, se presentó voluntario para hacer la tarea y vender muchos más ejemplares. Ahora sabemos que el misterioso “Garganta Profunda” de la película “Todos los hombres del presidente” fue Mark Felt, ejecutivo del FBI mosqueado con Nixon porque no le hizo jefe de la institución.



Mark Felt


La auténtica historia del Watergate debería ser una reconsideración del papel de la prensa en capitales como Washington, cuando es utilizada como conducto para las filtraciones de información secreta mientras se protege a los filtradores y, por lo tanto, los motivos de los filtradores, en lugar de ser honesta con los lectores. La relación simbiótica entre periodistas y facciones políticas es la historia del Watergate, pero esa historia no interesa.


Fíjense que el Post sabía que el FBI había espiado al presidente (los periodistas y sus editores sabían que la fuente era Felt). ¿No era esa historia, una historia en la que el “hombre más poderoso del mundo” es espiado por su propia organización de inteligencia nacional, mucho más interesante?


En su libro de 2012 Leak: Why Mark Felt Became Deep Throat (University Press of Kansas), el veterano periodista Max Holland, experto en Watergate, presenta a Felt como una fuente mentirosa, manipuladora y oportunista, que en ocasiones desinformó deliberada y repetidamente a los periodistas del Post.


Al mismo tiempo, Holland desmonta otro mito del Watergate: el periódico estuvo siempre por detrás de la investigación oficial del FBI sobre las escuchas en el edificio. Esta investigación, independientemente de la cobertura periodística, probablemente habría servido para tumbar a un Nixon con muchos enemigos en Washington que solo buscaban una excusa para quitárselo de encima.


Hay que tener en cuenta que uno de los problemas que tuvieron los fiscales cuando les llegó la causa fue descubrir un delito subyacente, ya que nadie parecía tener pruebas de que Nixon hubiera ordenado poner las escuchas (aunque lo hizo). Eventualmente, fue la socorrida acusación de obstruir a la justicia, que no tuvo nada que ver con los reportes del Post, la que tumbó al presidente en 1974.


Todo el Caso Watergate apesta a apaño en todas direcciones. Una de sus curiosidades es que el gran héroe que surgió de las audiencias públicas sobre el caso fue Sam Ervin, presidente del Comité Judicial del Senado. Toda la prensa de izquierdas le adoraba.



Ervin se convirtió en la figura perfecta para un documental sobre Watergate: un senador mayor, de aspecto respetable, que hablaba con contundencia sobre la violación de los principios fundamentales de la democracia, y cómo hasta aquí habíamos llegado y cómo no estaría dispuesto a que se siguiera pervirtiendo la legalidad.


Ervin era mayor, como Biden es mayor: nacido a finales del Siglo XIX, tenía 80 años cuando Nixon dimitió. Pero, como Biden, había sido joven un día: en 1954, antes de cumplir los 60 años, redactó el Manifiesto del Sur, un texto que instaba a los cargos electos de los estados sureños a rechazar la famosa decisión del Supremo estadounidense en el caso Brown contra la Junta de Educación, y que fue firmado por la gran mayoría de congresistas sureños de la época.


Esa decisión de 1954 fue la primera que instaba a abolir la segregación racial en las escuelas estadounidenses. Así que, ahí lo tienen: el gran héroe de las audiencias televisadas del Watergate era un segregacionista racial acérrimo que trató de organizar un golpe contra el poder judicial.


Leer en La Gaceta de la Iberosfera