miércoles, 28 de agosto de 2024

Aguascalientes


María Félix, o “Dior en la línea de fuego”


Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


No hay mal que por bien no venga, y el accidente de José Tomás en Aguascalientes, México, ha servido para que en España nos enteremos de que sus naturales se llaman “hidrocálidos”, que es un gentilicio gongorino y medicinal, sólo comparable al de “estadounidenses”, del que nos valemos para no tener que hablar de “ciudadanos de los Estados Unidos de Norteamérica”, que para Julio Camba era como decir “los señores rubios que toman café en la primera mesa a la derecha del mostrador”.


¿Por qué “hidrocálidos” y no “aguascalentitos”, del mismo modo que los hijos de Aguaviva, Teruel, se dicen, en vez de “hidrovivales”, “aguavivanos”? No lo sé, y tampoco es cosa de levantarse a mirarlo. Mas el hecho de que un accidente taurino nos haga intimar con tan simpático gentilicio revela que la tauromaquia constituye, en efecto, un bien de interés cultural, como don Nicolás Gómez Dávila o María Félix, por nombrar a dos personajes que uno haría pasar por “hidrocálidos”.


Échales mentadas, que también duelen –aconseja en “La cucaracha” la sin par María Félix, o “Dior en la línea de fuego”, como recuerda Ullán que la describiera Carlos Monsiváis.


Aun así, el gentilicio “hidrocálido” me parece un triunfo de lo útil sobre lo bello, es decir, lo contrario de aquel triunfo de lo bello sobre lo útil que ocurrió una tarde de fines de julio en Sevilla –“de ésas en que parece que la Giralda va a doblarse de calor, como se dobla una vela de cera”–, cuando Belmonte, al ir a matar a su tercer toro, osó quitarse la chaquetilla de alamares:


La plaza toda tembló –relata Pemáncon un estremecimiento de escándalo. Una voz unánime, como la de los judíos en casa de Caifás, exclamó, rasgando sus vestiduras: “¡Ha blasfemado!” Descendió de los tendidos y de los palcos, entre una erupción amenazadora de bastones, almohadillas y abanicos, una sentencia inapelable... Y fue inútil el intento renovador y cómodo. Juan Belmonte toreó con su chaquetilla de alamares aquella tarde sevillana, en que parecía que la Giralda se iba a doblar de calor, como una vela de cera.


Pemán recordará siempre aquella escena –ponerse de parte de la chaquetilla de alamares como se pone siempre de parte de todas las cosas bellas, inútiles y doradas– como un bravo gesto señorial de una Andalucía que no quería ponerse, a uso de los tiempos, en mangas de camisa.