sábado, 31 de agosto de 2024

Heroína progresista y cocaína conservadora (I)




Curtis Yarvin


Las orientaciones políticas en la América actual se entienden mejor como narrativas de recaudación de fondos.


La política democrática propiamente dicha —la pugna por el poder soberano entre organizaciones o individuos con un apoyo masivo, que se decide contando cabezas— está básicamente muerta. En el actual régimen estadounidense, a los políticos, pro-régimen o anti-régimen, sólo se les concede un pequeño goteo de poder discrecional que se restringe más y más cada año, haciendo que la elección sea más y más paródica. Una vez que este poder llegue a cero, y los políticos sean tan simbólicos como los antiguos monarcas hereditarios, la evolución habrá terminado. El Estado se habrá convertido en una oligarquía pura y dura, gobernada por instituciones «independientes». («Independientes», en este contexto, significa «que no rinden cuentas», que están a resguardo de las elecciones).


Pero que la política democrática no sea real —o, astutamente, sea apenas real— no significa que el espectáculo no pueda continuar. Por ejemplo: si fuese real, ¿tendría uno que recaudar dinero para ello? El relato va solo. El relato puede continuar eternamente, como una telenovela. El objetivo de recaudar dinero es fingir que uno es real… idealmente, convertirse en real. En este caso…


Y la recaudación de fondos es un gran arte, uno de los más grandes. Quizá el más grande. Una cosa que he aprendido en mi medio siglo es: nunca minusvalores a un gran recaudador de fondos. El siglo XX es una gran época para la recaudación de fondos —como la Florencia de Miguel Ángel, pero para la recaudación de fondos— y hay excelentes consejos por todas partes. Aquí está el mío.


La recaudación de fondos no es un arte oscuro. Es un arte luminoso. Y conduce a un corazón luminoso. Recaudar fondos es la generación conversacional de un estado de ánimo generoso y optimista. Cuando una recaudación tiene éxito, el recaudador se siente… aliviado. Cuando una recaudación tiene éxito, el donante o inversor se siente… feliz, esperanzado y eufórico.


Leamos los grandes relatos de nuestro tiempo con simpatía y amor, como las asombrosas obras de arte colectivas que son. Estas catedrales de la propaganda, como las catedrales de verdad, nunca podrían haberse construido de golpe. Las narrativas y las líneas de partido han evolucionado a lo largo de décadas e incluso siglos. Y, sin embargo, siguen en pie y funcionando, y cada domingo las masas siguen acudiendo a sus respectivas iglesias políticas.


¿Y por qué, en una época en la que la política no es real? ¿Por qué alguien cree o se preocupa? Empezar con una actitud de respeto, no de desprecio, nos ayuda a descifrar el misterio de la propaganda.


Propaganda y productos farmacéuticos


Por supuesto, esta sensación de ebullición inducida externamente es también característica de las drogas. ¿No es la narrativa una especie de droga? ¿No acelera el corazón y alegra la vista? ¿Quiere usted que la gente le dé dinero? Elija una droga y véndala.


Claro está que, si la política fuese real, si afectara de verdad a la vida de la gente —como en el siglo XX y antes—, aceleraría más el corazón. Sería como ver combates de MMA (Artes Marciales Mixtas) con armas blancas de verdad. Si se pudieran ver combates completos de gladiadores en televisión, ¿quién perdería el tiempo con el «combate» a puño pelado? Pero sigue habiendo límites, y a la gente le siguen gustando las MMA. A la gente le sigue gustando nuestra falsa política. Gracias a Dios no estamos enganchados a algo más fuerte. Si odian la falsa política, no vean si odiarían la política real. (Necesitaremos la política real para salir de esta trampa, pero no porque nos guste. Y acto seguido debe acabar consigo misma).


Pero no hay una sola droga. La diferencia fundamental entre la narrativa conservadora estadounidense de recaudación de fondos y la narrativa progresista [liberal en inglés] estadounidense de recaudación de fondos se describe mejor con este lenguaje farmacéutico: los progresistas venden heroína, los conservadores venden cocaína.


La píldora azul


La píldora azul del progresismo es un opiáceo porque es un anestésico general: te permite ignorar el mundo que se pudre a tu alrededor. La lepra también es indolora, incluso cuando está avanzada. ¿Para qué necesitas un dedo meñique del pie? ¿Para qué? ¿Qué eres, una especie de atleta?


El progresista no sintió dolor cívico por la podredumbre de Gary, Indiana; Detroit, Michigan; o incluso Oakland, California. Estos suburbios —sólo hay una o dos ciudades, quizá tres— no eran sus lugares; esta gente no era su gente. En cierto modo, creía que se merecían su destino; aunque era una lástima, por supuesto.


Otra cosa es que a Harvard se le caiga la nariz, pero…


¡Pero no se cayó! ¡Los conservadores se abalanzaron sobre ella! ¡Se apoderaron de ella! ¡Le arrancaron la nariz a Harvard! Ahora bien, alguien podría decir, ¿debería la nariz haberse desprendido tan fácilmente? ¿Fue el órgano en cuestión arrancado, o sólo pellizcado? ¿Hubo problemas a nivel del cartílago? ¡Son preguntas importantes! ¡Preguntas médicas! Pero no olvidemos…


El problema de la píldora azul[1], como fármaco, es que te quita todos los miedos menos uno: el miedo a los conservadores. O más en general, el miedo a cualquiera que no tome la píldora. La frontera de la ortodoxia siempre está amenazada por los ejércitos de la herejía y el ateísmo.


Así, este opioide es un generador de sensación de poder que estabiliza el régimen oligárquico. Incluso cuando le deja prestando su consentimiento entusiasta a un gobierno manifiestamente incompetente, el progresista teme la inevitable transición de régimen —ya se trate de la restauración de la democracia o de la instauración de la monarquía, haya o no diferencia en este punto— por una razón sobre todo: el nuevo régimen le quitará su parafernalia. Él dejará de ser relevante. O, al menos, dejará de sentir que lo es. Será desempoderado.


Este miedo a la falta de dopaje es la nota de fondo de toda la propaganda sobre el «autoritarismo». El votante, sin sus opiáceos, ve la verdad sobre Washington: no tiene ningún poder sobre Washington, y Washington tiene un poder absoluto sobre él. No es un ciudadano, sino un súbdito —no es un actor, sino un peón— en manos de un gobierno que no rinde cuentas, omnipotente e incompetente, que empeora gradualmente en todos los sentidos posibles. Su caricatura del gobierno autoritario es correcta. Y él vive en ella. Todos los gobiernos son absolutos, sólo que algunos están menos centralizados que otros. Y esto no es necesariamente algo bueno. Y las personas que mejor entienden esto son… las que están más cerca del poder real. Si tienen aunque sea un poco de poder real, saben lo poco que es. Saben que nadie está al mando, ni siquiera ellos. Y es mucho menos probable que piensen que esto es algo bueno.


Si se despertase sudando y con el mono en mitad de la noche y se diera cuenta de todo esto, aunque sólo fuera inconscientemente, ¿no entraría usted en pánico? ¿No sentiría miedo? ¿No haría cualquier cosa para quitárselo de la cabeza? Es importante sentir compasión por el progresista —atrapado en un mundo que le asustaría hasta la médula, que le dolería terriblemente al instante si se le pasara la anestesia— simplemente a causa de su culpa, que es realmente inmensa, al crear ese mundo, que es, como la vida que el adicto crea a su alrededor, una cosificación de su pecado acumulado: en este caso, el ansia de poder.


Las píldoras azules son, por supuesto, el núcleo de la recaudación de fondos en Estados Unidos hoy en día. Enormes ríos de dinero fluyen hacia el sector azul sin ánimo de lucro, que supera a su homólogo naranja por… ¿20 a 1? ¿100 a 1?


Las donaciones pagan sueldos. Compare el número de progresistas profesionales que hay actualmente en Estados Unidos con el número de conservadores profesionales. Hay muchas formas de medirlo: una de ellas es contar el número de empleos que exigen lealtad progresista, frente al número de empleos que exigen lealtad conservadora. (Por supuesto, cualquiera en cualquiera de ambos bandos puede estar en el armario).


En última instancia, una vez que el sector no lucrativo y el sector estatal se alinean ideológicamente —algo que ocurrió hace mucho tiempo en Estados Unidos—, no hay razón para distinguir entre ellos. Incluso partes del sector empresarial están alineadas. Si usted tiene un trabajo que requiere que sea progresista —ya sea en RRHH o en DEI en Snapchat, en el departamento de ciencias políticas en Harvard o en la recaudación de fondos en la Fundación Tides— es usted un progresista profesional. Y la única certeza acerca de cualquier cambio político real es que cambiará por completo su vida profesional.


Darse cuenta de que vivimos en una época histórica completamente saturada de esta sustancia adormecedora es la primera etapa del despertar. Pero no es la última, y es fácil desviarse y pasar directamente de la heroína a la cocaína.


Cocaína conservadora


La diferencia entre el conservadurismo y la cocaína es que de cocaína sí puedes tener una sobredosis. Con el conservadurismo, sencillamente estás cada vez más colocado, a medida que los ríos de dinero empiezan a llegar. Chavales: se trata de una inundación repentina, no de un río. La cocaína se pasa tan bruscamente como pega. Hacer que su efecto sea continuo, mantenerse continuamente colocado, es todo un arte. Pero…


Aunque hay mucho más dinero en la heroína, es mucho más fácil hacer dinero en la cocaína. Sencillamente eres un pez más grande en un estanque más pequeño. Verdaderamente creo que esta realidad es uno de los principales factores por los que los yonkis odian a los adictos al crack.


La tecnología de la cocaína evoluciona. La píldora naranja estadounidense ha evolucionado desde el conservadurismo en polvo de George W. Bush hasta el rock duro de Donald Trump, el muy estable genio que fue el primer estadista en pensar: la coca es genial. Pero, ¿y si la meto en el microondas con un poco de bicarbonato? ¿Podría tal vez… podría… podría pegarte como un puto tren de mercancías? Todavía hay viejos conservadores de Brooks Brothers que nunca dejarán sus cucharas de plata. Pero el resto de América las ha dejado atrás.


No se deje engañar. La píldora naranja sigue siendo naranja. Lo único que puede hacer es colocarle. Puede que a usted le parezca roja. Es una ilusión. Aún no ha llegado a eso. Usted no está cruzando el Rubicón. Sólo está pescando en el Rubicón. ¿Acaso existe una píldora roja de verdad? ¿Que realmente funcione? Además: ¿cómo de colocado le dejaría eso?


Como es más importante burlarse de la gente cuando es feliz y tiene éxito, permítanme que destaque este ensayo del victorioso Chris Rufo, educado en Harvard, entusiasmado por su victoria davidesca contra la plagiadora presidenta de Harvard, la princesa del hormigón haitiana.


Este texto es la clásica cocaína conservadora. Puede contener hasta un 85% de cocaína pura. Contiene un poco de fibra y restos, por lo que no conviene esnifarla directamente sin procesarla un poco; con un enjuague rápido con extracción de agua al vacío bastará.


La derecha se está reorganizando. La mayoría de los conservadores inteligentes, especialmente los más jóvenes, que se unieron a la contienda política en un momento de cambio ideológico radical, ya reconocen que las ortodoxias familiares ya no son viables, y que las ideas son inútiles sin poder. La derecha no necesita un libro blanco. Lo que necesita es un nuevo activismo enérgico con el valor y la determinación de recuperar el lenguaje, reconquistar las instituciones y reorientar el Estado hacia los fines correctos.


A primera vista esto parece bueno. Pero luego te preguntas: ¿qué hace ahí «recuperar el lenguaje»?


¿Cree Rufo, orgulloso licenciado en Harvard, que puede «recuperar las instituciones y reorientar el Estado hacia fines legítimos» recuperando el lenguaje? Esto se acerca peligrosamente a: «lo primero, págame por hablar». Vale… a mí también me pagan por hablar… pero me huelo algo que no me gusta.


Porque creo que la causalidad va en la otra dirección. Esta es la diferencia esencial entre el rojo y el naranja: la derecha radical y la derecha conservadora. Los conservadores creen que estas instituciones (¡incluso Harvard!) funcionan y sólo hace falta arreglarlas. Y, al parecer, se pueden arreglar simplemente dándoles una palmada en el costado, como a un viejo televisor.


Cualquiera que piense que estas instituciones pueden ser recuperadas, en modo alguno, ̶n̶e̶c̶e̶s̶i̶t̶a̶ ̶q̶u̶e̶ ̶l̶e̶ ̶e̶x̶a̶m̶i̶n̶e̶n̶ ̶l̶a̶ ̶c̶a̶b̶e̶z̶a̶ ̶  tiene la carga de la prueba. Y cualquiera que piense que pueden ser recuperadas ganando la batalla de las ideas, o del lenguaje, o de lo que sea… ¿en serio?


¿Cómo han llegado a esa conclusión? ¿Van a persuadir a Harvard de que… el harvardismo es malo? En una etapa posterior de su gran plan, ¿el Papa se convierte al Islam?


Este ensayo presentará los principios básicos de este activismo: dónde empieza, cómo podría funcionar y qué debe hacer para ganar. No es «conservador» en el sentido tradicional. El mundo del liberalismo de los siglos XVIII y XIX ha desaparecido, y los conservadores deben enfrentarse al mundo tal y como es, un statu quo que no requiere conservación, sino reforma e incluso revuelta.


El statu quo no requiere ni una reforma ni (Dios no lo quiera) una revuelta. (¿Fue la caída de la URSS una «revuelta»?) Lo que requiere es un reemplazo.


El «statu quo» es un conjunto de instituciones que no rinden cuentas, entre ellas, aunque no exclusivamente, Harvard y el New York Times, que, aunque técnicamente están fuera del «gobierno», exhiben todos los atributos de la soberanía.


Estas instituciones no sólo deben ser disueltas, sino también reemplazadas. La única forma razonable de hacerlo es reemplazarlas primero y luego disolverlas. Nadie tiene hoy el poder de disolverlas, pero muchos están hoy en condiciones de empezar a construir las sustitutas.


Para que el cambio político sea posible, los incipientes órganos estatales del próximo régimen deberían, en la medida de lo posible, existir ya. Pueden ser embrionarios; puede que tengan que metamorfosearse; pero todo es más fácil si pueden crecer a partir de algún bulbo o semilla ya existente que de alguna manera logre sobrevivir bajo el antiguo régimen.


Y cuando decidimos que las escuelas, los periódicos, las universidades e incluso las iglesias no fuesen órganos del Estado, nos detuvimos ahí. Si queremos salir del agujero, ¿no deberíamos quizá dejar de cavar?


Las viejas instituciones son permanentemente adictas al poder y no pueden reformarse. La adicción es estructural. Si hoy sustituyeras a todos los profesores progresistas por conservadores, volverían a purgarlos en una revolución progresista.


La única forma de arreglar el mundo académico es separarlo del poder, algo que sólo puede hacer un nuevo régimen lo bastante seguro de sí mismo como para pensar por sí mismo y actuar en consecuencia. Sólo una universidad aislada de la heroína del poder puede pensar con claridad y racionalidad.


Cuando se confía a esta institución educativa la tarea de pensar por el Estado —tenga en cuenta que las universidades occidentales tienen un milenio de antigüedad, mientras que la idea de una política pública guiada por eruditos universitarios científicamente infalibles data sólo de la Alemania de finales del siglo XIX—, su mercado de ideas comienza inmediatamente a seleccionar no sólo buenas ideas, sino también ideas empoderadoras. A veces son la misma cosa. Pero a veces no lo son.


La única forma de sanear la situación es desempoderando por completo a las universidades. El Estado tiene que pensar por sí mismo y debe tener siempre la última palabra. Tendrá que construir un cerebro colectivo mucho más eficaz e inteligente que su mente académica actual, un cerebro de la calidad de Silicon Valley. Una forma de ver este cerebro es literalmente como un servicio de inteligencia.


Sin embargo, no tiene sentido desempoderar a ningún enemigo sin destruirlo. La disolución de Harvard no implica necesariamente lastimar a ningún profesor, alumno o antiguo alumno de Harvard. En teoría, los edificios históricos pueden conservarse, pero en la práctica yo no lo recomendaría. El simbolismo también importa. Imaginemos que se reemplaza Harvard por un parque en el que nunca asaltan a nadie, aunque sea a altas horas de la noche.


¡Qué espacio tan mágico! ¿Será posible? Creo en nosotros, creo en América, creo que nosotros podemos.


No tenemos que abandonar los principios del derecho natural, el gobierno limitado y la libertad individual, pero tenemos que hacer que esos principios tengan sentido en el mundo de hoy.


Son exactamente esos principios —históricamente izquierdistas— los que impiden que ganen los conservadores. Esos principios hacen que Harvard y el NYT sean «independientes», es decir, los protegen de cualquier otro poder… efectivamente soberano.


El primer paso es reconocer lo que no ha funcionado. Durante cincuenta años, los conservadores del establishment se han ido alejando de la gran tradición política de Occidente —el autogobierno republicano, las normas morales compartidas y la búsqueda de la eudaimonia, o florecimiento humano— en favor de medias tintas y sucedáneos baratos.


Nota histórica: el «autogobierno republicano» es la tradición de Inglaterra, no de «Occidente».


Cuando esta tradición izquierdista se exportó al resto de Europa, ahogó a un continente próspero con una civilización milenaria primero en la revolución y la guerra, y finalmente en el estancamiento burocrático. Su tercer jinete del apocalipsis es la migración masiva. Ustedes pueden pensar que esta última ya ha sucedido. En realidad, no han visto nada en absoluto.


Siguiendo una línea libertaria, el establishment conservador ha argumentado que el gobierno, las universidades estatales y las escuelas públicas deberían ser «neutrales» en su aproximación a los ideales políticos. Pero ninguna institución puede ser neutral, y cualquier autoridad institucional que sólo aspire a la neutralidad será inmediatamente capturada por una facción más comprometida con la imposición de la ideología. En realidad, las universidades públicas, las escuelas públicas y otras instituciones culturales llevan mucho tiempo dominadas por la izquierda.


Nótese cómo, en la narrativa de Rufo para recaudar fondos, hay una diferencia entre las instituciones «estatales» o «públicas» y las «privadas». En realidad, cuando efectivamente vas a la universidad, no ves ninguna diferencia, más allá de las extrañas ventajas aleatorias para los residentes estatales.


¿Qué te dice esto? Te dice que Rufo está viendo el mundo a través de categorías completamente irreales.

Leer en La Gaceta de la Iberosfera