martes, 20 de agosto de 2024

Eta y los españoles


Eric Voegelin


Ignacio Ruiz Quintano

Abc


Hoy, martes y 13, he vuelto a tropezar con un titular de Iñaki Arteta que pone sobre la mesa el relato de “Eta y los españoles”, versión posmoderna del “Hitler y los alemanes” de Voegelin.

 

Que el terrorismo se despache con dos líneas en los libros de texto es perverso.


Explicado por su editor en español, Carabante, Voegelin parte de un principio antropológico (expuesto en “La nueva ciencia de la política”) según el cual existen homologías y simetrías, de índole moral y espiritual, entre los individuos y la “polis” que conforman, y en esta filosofía se sustenta esa “y” tan molesta e hiriente del título del ensayo, “Hitler y los alemanes”, conjunción que “vincula la envilecida condición del Führer con la corrupción generalizada del país que lo votó en las urnas”. ¿Superar el pasado o superar el presente? Además de negar en su tribuna (¡estamos en el 64!) la posibilidad de superar el pasado, denuncia la connivencia de sus coetáneos con el nazismo y, en especial, la presencia de exdirigentes del Tercer Reich en la cúpula administrativa del nuevo Estado.


Para escándalo del público biempensante, Voegelin avistó la sutil continuidad entre las antiguas simpatías por el nacionalsocialismo y la forma estéril, sin apenas consecuencias, de asumir la culpa por parte de las autoridades.


Fue la publicación del perfil (naif) sobre Hitler de Percy E. Schramm en “Der Spiegel” lo que determinó a Vogelin a alterar el programa previsto y, en lugar de impartir el curso sobre teoría política, decidió analizar críticamente el papel de la sociedad alemana en el ascenso del nazismo.


Es preciso decir que no fue sólo el pueblo alemán el que durante la década de 1930 prefirió no enterarse de lo que estaba ocurriendo y se negó a llamar a las maldades por su verdadero nombre –anota Alan Bullock, el biógrafo inglés de Hitler.


Hay que subrayarlo, pide Voegelin: “Se negó a llamar a las maldades por su verdadero nombre”. Considera que, sin tener en cuenta este hecho, no se puede explicar la perturbada cultura de salón pequeñoburguesa.


De acuerdo con sus preceptos, llamar asesino a quien lo es, es una muestra de mala educación. Ésta es una de las supuestas normas de cortesía que rigen en la República Federal desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Ya se sabe: no se debe mentar la soga en casa del ahorcado.


Según Bullock, de las amarguras de la guerra y de la ocupación debían aprender la verdad de las palabras de John Donne con que Hemingway encabezó su novela sobre la guerra civil española: “Con la muerte de un hombre cualquiera quedo yo disminuido porque yo estoy incluido en la Humanidad. No envíes, pues, a preguntar por quién dobla la campana: dobla por ti.”


No existía sostiene Voegelin en ningún país occidental el más mínimo sentimiento de humanidad; en Alemania lo pasaban por alto, sobre todo, las iglesias, que empeñaron todo tipo de artimañas teológicas para justificar su forma inhumana de proceder.


[Martes, 13 de Agosto]