domingo, 18 de agosto de 2024

Un manifiesto tecno-pesimista



Curtis Yarvin


10 de agosto de 2024

21 de diciembre de 2023


¿Es usted un tecno-optimista? Se trata de una enfermedad grave, tan común como la prediabetes. Pero no se ría. Puede tratar su prediabetes, y también su tecno-optimismo.


El 30% de los estadounidenses son prediabéticos. Todos los estadounidenses son prediabéticos, en cierto sentido: todos tenemos acceso al jarabe de maíz caliente y frío. Sale del grifo. En 50 años como estadounidense, según las estadísticas, he ingerido literalmente una tonelada de jarabe de maíz: una tonelada larga. ¡Una tonelada imperial! Creo que los principales órganos de mi cuerpo, por ejemplo el páncreas, están, llegados a este punto, compuestos fundamentalmente de jarabe de maíz.


Lo mismo ocurre con el tecno-optimismo. Como estadounidenses —y ahora todos lo somos; la ubicación, incluso la del nacimiento, es un mero detalle—, todos somos tecno-optimistas. La idea americana es la idea de la techne, el orden creado por el hombre, la creación de una «ciudad sobre una colina» en un nuevo continente salvaje. Como dijo John Winthrop, primer gobernador de Massachusetts: «una ciudad sobre una colina no puede ocultarse». San Francisco está sobre una colina, o sobre varias, y no puede ocultarse. Aunque a veces desearíamos que pudiera ser ocultada. (Para ser justos, las colinas son la mejor parte: «el crimen no escala», como suele decirse. Pruebe a empujar un carrito de la compra desde El Castro hasta Haight). El progreso técnico y el moral siempre se han equiparado en la filosofía estadounidense.


¿Y cómo ha ido la cosa? ¿Cómo nos está yendo a nosotros los americanos? Al principio, bastante bien. Pero últimamente, bueno, las opiniones varían.


El protocolo de Johannesburgo


¿Tiene usted una opinión? ¿Duda de su opinión? O es usted pesimista y quiere ver confirmado su instinto, o bien es usted optimista, pero quiere ser un optimista científico: alguien cuya creencia se ve confirmada por la duda.


Si usted quiere dudar del tecno-optimismo, aquí tiene una cura: como influencer, he diseñado una. Pronto estará disponible en mi sitio web, en forma de píldora, a un precio increíble. Pero ahora puede curarse usted mismo en casa ¡sin beneficio alguno para mí! Bueno, no exactamente en casa…


Llamo a mi terapia el «protocolo de Johannesburgo». Cuesta unos cinco mil dólares. El protocolo consiste en volar a Johannesburgo. Pasar una semana paseando por la ciudad. Mantenerse a salvo. Asegurarse de que su hotel tiene un generador. Ver Johannesburgo — capital de la Nación del Arco Iris— y ver el futuro.


Y cuando vuelva, suponiendo que vuelva, tómese un día para pensar en cómo la inteligencia artificial arreglará Sudáfrica; o cómo la realidad virtual arreglará Sudáfrica; o las criptomonedas; o lo que sea…


¡Tormenta de ideas! Invite a sus amigos más brillantes. ¡Microdosifique unas pocas setas! Y cuando sean las 4 de la mañana, no quede Red Bull en la nevera, la pizarra sea un desastre de siete colores y empiece a bajarse el globo, se dará cuenta de que está curado. Hay algo que no estaba en su antigua filosofía, pero que está en su nueva filosofía. Su optimismo ha sido tratado con éxito.


Lo que verá en Johannesburgo son abundantes pruebas físicas de un mundo que era funcional hace 50 años, incluso hace 100, pero que ahora está a medio camino de Mad Max. ¿Llegará hasta el Mad Max completo? Como dice la Bola 8 mágica, la respuesta no está clara, pregúntalo más tarde. Hay, como siempre, destellos de renovación…


Dado que estos «indicios de luz» pueden estimular el tipo de esperanza maligna que la terapia de Johannesburgo pretende tratar, la tasa de curación no es del 100%. Si falla, si se observa algún signo de retorno del optimismo, hay que pasar a una terapia de segunda línea. Es más cara y peligrosa; pero nunca falla.


Primero, avive sus células madre con más hopium[1] de Sand Hill Road de Andreessen:


Creemos que el progreso tecnológico conduce a la abundancia material para todos.


Creemos que la recompensa final de la abundancia tecnológica puede ser una expansión masiva de lo que Julian Simon llamó «el recurso definitivo»: las personas.


Creemos, como Simon, que las personas son el recurso definitivo: con más personas hay más creatividad, más ideas nuevas y más progreso tecnológico.


Creemos que la abundancia material significa, en última instancia, más gente –mucha más gente–, lo que a su vez conduce a más abundancia.


Creemos que nuestro planeta está dramáticamente infrapoblado, en comparación con la población que podríamos tener con abundante inteligencia, energía y bienes materiales.


Creemos que la población mundial puede crecer fácilmente hasta 50.000 millones de personas o más, y mucho más cuando acabemos colonizando otros planetas.


Creemos que de todas estas personas saldrán científicos, tecnólogos, artistas y visionarios más allá de nuestros sueños más salvajes.


Y dentro de ellos habrá… jarabe de maíz. Como dijo John Winthrop, el anónimo de Twitter:


En realidad, «América» no está «llena». Podemos meter otros 46 billones de seres humanos si los trituramos hasta convertirlos en polvo fino y los almacenamos en silos gigantes de grano que ocupe cada centímetro del país.


En este punto, está usted preparado para mi arriesgado pero efectivo tratamiento de segunda línea. Lo llamo «terapia Kinsasa». Abastézcase de antibióticos para peces e hidroxicloroquina de contrabando, respire hondo y compre un billete de ida y vuelta a la ciudad antes conocida como «Léopoldville». Prepárese para gastar más de diez de los grandes. Sigue mereciendo la pena. El optimismo es una enfermedad terrible.


Aunque sólo hay 20 millones de personas en Kinsasa, eso debería bastar para dar de sí un montón de «científicos, tecnólogos, artistas y visionarios». O al menos bastará, una vez que todas sus niñas puedan permitirse un Young Lady’s Illustrated Primer… deje su teléfono en el hotel, y camine sin mapa durante una semana. No, no es seguro. Pero tampoco lo es Oakland…


La idea de que debe existir alguna tecnología de instrucción que pueda convertir demográficamente a la población de Kinsasa, instruida en una etapa suficientemente temprana y a fondo, en la de (digamos) Tokio, es un axioma fundamental no sólo del tecno-optimismo, sino de todas las clases de optimismo moderno. Como ocurre con cualquier axioma, uno cree en él o no. Si usted cree en él, imagine un mundo alternativo B en el que no fuera cierto. Una vez que haya imaginado ese mundo, imagine cómo ese mundo imaginaría un mundo alternativo, C, en el que sí fuera cierto. Ahora, compare estos tres mundos: el nuestro, el B y el C. ¿Cuál se parece más al A? ¿B o C?


Recuerde que usted es un científico: no cree en nada hasta que no ha dudado de ello. Mientras que si tuviera una mente religiosa, partiría del principio de que Dios es bueno, y razonaría por tanto que Él habría creado el mundo bueno, y la humanidad, por supuesto, a Su imagen, también buena. No estará usted pensando de esa manera, ¿verdad? Sólo quería comprobarlo.


Independientemente de que exista o pueda existir algún elixir —técnico, pedagógico o farmacéutico— que pueda convertir a los congoleños en japoneses, al visitante de Kinsasa le llamará la atención hasta qué punto, pese a ser nominalmente la capital de un país independiente, esta sociedad depende de tecnologías y recursos que no puede producir. ¡Es un sistema muy frágil!


Incluso en alimentos. África, el continente, produce alrededor del 10% de sus calorías. El resto es jarabe de maíz de Kansas. Buenos tiempos. Usted podría pensar: ¿por qué enviar el jarabe de maíz a África? ¿Por qué no enviar a los africanos a Kansas? Alguien le lleva ventaja en eso, amigo. ¿No conduciría eso a más abundancia? «Ahora bien, como iba diciendo, los grandes modelos lingüísticos[2]…»


Si realmente tiene usted una idea de cómo los grandes modelos lingüísticos arreglarán el Tercer Mundo, oigámosla. Tenga en cuenta que «Tercer Mundo» era, hasta los años sesenta, un término optimista. Nadie puede discutir la rapidez con que ha avanzado la tecnología entre 1950 y 1970, exactamente la época en que nació el Tercer Mundo tal como lo conocemos.


Johannesburgo y Kinshasa tienen el mismo nivel tecnológico que Palo Alto y Berkeley. Las reglas de la física son las mismas. Su iPhone funciona allí. No se fabricó allí, pero podría haber sido así. Allí existen los mismos libros de texto y artículos que aquí. El trasplante de corazón humano hasta se inventó en Johannesburgo. Algo ha ido hacia atrás, pero no ha sido la tecnología.


La premisa implícita del tecno-optimismo es que la tecnología promueve la civilización. Para solucionar todos y cada uno de los problemas de la sociedad, no hay más que dejar vía libre a la tecnología.


A lo largo de la historia ¿advertimos que esa premisa se cumple? Por lo general, dado que las civilizaciones que permanecen intactas rara vez olvidan cómo hacer cosas útiles, la tecnología avanza de forma consistente en el seno de cualquier civilización. Por desgracia, esto implica que la mayoría de las civilizaciones fracasan en el cénit de su habilidad técnica. Se trata de una ilusión estadística, pero aun así debería hacernos reflexionar.


Parece claro que el Tercer Mundo es, al menos a medio plazo, el futuro de la humanidad. Las barreras que separan el Primer Mundo del Tercero son accidentes geográficos o legados del siglo XX, o incluso del XIX. A simple vista se observa que se están desmoronando en todas partes.


Incluso a medio plazo, el problema de curar al Tercer Mundo es equivalente al problema de preservar al Primer Mundo de lo que enferma al Tercer Mundo. De hecho, no es difícil encontrar manchas reconocibles del Tercer Mundo dentro del Primero. Si esto no le parece el problema histórico más importante de nuestro periodo, tal vez le convenga viajar más o, al menos, leer un libro de Paul Theroux.


Las dos curvas


El estado del Tercer Mundo nos recuerda que no hay una única curva relevante para la experiencia humana. La curva de la tecnología es importante, pero también lo es la curva del orden.


Arquímedes, después de todo, fue asesinado en su pizarra por un soldado romano. En aquella época, los bárbaros eran los romanos, luego los germanos, y así sucesivamente. Parte del problema, para un pesimista, es nuestra falta de bárbaros realmente impresionantes. A Tácito no le gustaban los germanos, no quería rendirse ante ellos, pero los respetaba. Pero, hoy en día, ¿qué es digno de respeto? ¿El ISIS? Tienes que reconocérselo al ISIS, pero…


Hoy en día, incluso en Kinshasa hay núcleos de perfecto orden. Como oligarca minero, o lo que sea, puede usted vivir una vida absolutamente hermosa en Kinshasa. Pero en estos núcleos depende uno de muchas fuerzas, locales y globales, que escapan a su control. El sistema es frágil. La mezcla de orden y desorden asusta, incluso en estos núcleos. Parece inestable, sobre todo cuando parece que es el desorden lo que avanza. El símbolo definitivo del orden es una fábrica de semiconductores, que coloca átomos con perfección nanométrica. Una nueva fábrica cuesta diez mil millones de dólares. Un bidón de gasolina de cinco dólares puede hacer que arda hasta los cimientos.


Andreessen, un pensador no poco sutil, no es un optimista al puro estilo Pollyanna. Él también ve dos curvas. Su curva descendente es la curva del espíritu humano, thymos o thumos, cuya pérdida nos proporciona a los últimos hombres de Nietzsche y a los hombres sin pecho de C.S. Lewis. El último hombre es el ser humano —específicamente, la élite humana— al final de una civilización:


Nuestro enemigo es la desaceleración, el decrecimiento, la despoblación: el deseo nihilista, tan de moda entre nuestras élites, de que haya menos gente, menos energía y más sufrimiento y muerte.


Nuestro enemigo es el Último Hombre de Friedrich Nietzsche:


«La tierra se ha vuelto pequeña, y sobre ella salta el Último Hombre, que lo empequeñece todo. Su especie es inextinguible como la pulga; el Último Hombre es el que más vive…»


La curva de Andreessen predice la mía, porque la función del thymos es mantener el orden. Enorgullecerse de mantener el orden es un elemento crucial de una élite funcional. Cuando la élite pierde este orgullo, o incluso desarrolla su opuesto —el orgullo luciferino de destruir el orden—, se avecinan problemas.


Históricamente, las civilizaciones de los últimos hombres tienden a caer cuando son invadidas por los bárbaros. La tecnología puede prevenir artificialmente este destino, pero, como dijo Hannah Arendt, cada nueva generación es su propia invasión bárbara. Puede que ni siquiera se necesiten bárbaros. Al final, profetizó Walter Benjamin, el último hombre simplemente se suicidará:


La autoalienación de la humanidad ha alcanzado tal grado que puede experimentar su propia destrucción como un placer estético de primer orden.


De hecho, si se mantiene la tendencia actual, es probable que la «extinción humana voluntaria» se convierta en un tema político de actualidad en vida de nuestros hijos. Ríanse.


El equivalente moral de la guerra


Hasta el momento, parece que Andreessen, con su crítica nietzscheana de las élites actuales, es más perspicaz que yo, si aceptamos que el declive secular del orden está causado por el declive secular del thymos. No hace falta mucha especulación para comprender que un declive en la voluntad de crear orden pueda causar un declive en el orden. Así que su segunda curva es más general que la mía.


La innovación del tecno-optimismo es su determinación para restaurar el thymos de la única forma en que el hombre ha restaurado jamás su thymos: la guerra. Es decir: la guerra en nombre de la tecnología contra los enemigos de la tecnología. Guerra metafórica, pero…


Andreessen sabe de lo que habla, porque ha conocido al menos una de estas reservas de energía thymica: Silicon Valley. Se necesitan muchos thymos para hacer un Facebook. No es realmente una guerra, en el sentido de que acabes con la cara arrancada por la artillería. Pero cuando tienes un plazo realmente difícil de cumplir, a veces uno lo siente así.


La idea de un «equivalente moral de la guerra», concretamente como cura para el síndrome del último hombre, no es nueva en la filosofía estadounidense. De hecho, es el título del que quizás sea el ensayo filosófico estadounidense más famoso. Como escribió James en 1910


Debemos hacer que nuevas energías e inclemencias den continuidad a la hombría a la que tan fielmente se aferra el espíritu militar. Las virtudes marciales deben ser el cemento duradero; la intrepidez, el desprecio a la blandura, la renuncia al interés privado, la obediencia al mando, deben seguir siendo la roca sobre la que se construyen los estados, a menos que, de hecho, deseemos [generar] peligrosas reacciones contra unas mancomunidades aptas sólo para el desprecio, y susceptibles de invitar al ataque cada vez que se forme, en cualquier parte de sus vecindarios, un centro de cristalización para el emprendimiento con mentalidad militar.


¡Hombría! William James, por supuesto, fue un famoso rastreador y luchador contra los indios que murió heroicamente en El Álamo. Oh, esperen, ese fue Davy Crockett. William James fue profesor en Harvard. Ni siquiera este problema es nuevo.


Pero James tenía una solución concreta, y bastante notable, para la crisis del thymos:


Si ahora —y ésta es mi idea— en lugar de la conscripción militar se reclutara a toda la población joven para formar parte durante un cierto número de años del ejército alistado contra la naturaleza, la injusticia tendería a igualarse, y de ello se derivarían otros numerosos bienes para la mancomunidad.


Los ideales militares de dureza y disciplina se forjarían en la creciente fibra del pueblo; nadie permanecería ciego, como lo están ahora las clases privilegiadas, a las relaciones reales del hombre con el globo en que vive, y a los permanentemente amargos y duros cimientos de su vida superior.


Para las minas de carbón y de hierro, para los trenes de carga, para las flotas pesqueras en diciembre, el lavado de vajilla, de ropa y de ventanas, la construcción de carreteras y túneles, las fundiciones y los pozos de combustión, y para los armazones de los rascacielos serían reclutados nuestros esplendorosos jóvenes, según su elección, para quitarles el infantilismo y volver a la sociedad con simpatías más sanas e ideas más sobrias.


Habrían pagado su impuesto de sangre, cumplido su parte en la inmemorial guerra humana contra la naturaleza, pisarían la tierra con más orgullo, las mujeres los tendrían en más alta estima, serían mejores padres y maestros de la siguiente generación.


¡Vaya! Eh… ¿Mao? ¿Mao Tse-tung? Mao Tse-tung al teléfono blanco de cortesía… resulta chocante ver propuesta una política esencial de la Revolución Cultural en Harvard en 1910. Sin embargo, ¿es realmente una mala idea? Tal vez la verdadera Revolución Cultural nunca se ha intentado…


No solemos pensar en la vida de 1910, antes de los antibióticos y los iPads y todo eso, como algo degeneradamente lujoso. Y sin embargo, está claro que en 1910 lo veían así, y ¿quién es el experto en 1910? ¿Nosotros o ellos? ¿Y cómo de degenerado consideraría William James al típico zoomer?


Cuando analizamos la crisis del thymos y comparamos la solución de James con la de Andreessen, llama la atención lo diferentes que parecen estos brillantes intelectuales estadounidenses. Andreessen restaurará el thymos de dos maneras: mediante la energía directa resultante de participar en la investigación y el desarrollo; y mediante la energía indirecta resultante de apoyar la tecnología como causa, como el calentamiento global o los palestinos.


Ninguna de las dos es convincente. Aunque ampliar las fronteras del poder humano sobre la naturaleza resulta sin duda estimulante, esta experiencia está por naturaleza limitada a unos pocos, a menos que se invente ese elixir mágico que nos convierta a todos en Einsteins.


Y como causa democrática, como movimiento de la multitud, el aceleracionismo tecnológico es un producto terrible. El problema es que es una causa buena, una causa prosocial y de orden. No tiene víctimas ni chivos expiatorios. No perjudica ni daña intrínsecamente a nadie. En pocas palabras, es como la defensa contra los asteroides, no como el cambio climático. Nunca jamás verán a manifestantes pegándose al asfalto para conseguir que los gobiernos gasten más en la defensa contra los asteroides. Y no lo verán porque defender el planeta de los asteroides no es un pretexto para causar ningún tipo de daño o perjuicio. Como nadie paga el pato, cualquier victoria carece de sabor. Una causa inofensiva y prosocial es el peor tipo de causa para estimular el thymos aristocrático.


Por su parte, lo de William James es algo así como búscate un trabajo en un barco salmonero en el mar de Bering. Todavía puede usted —a duras penas— conseguir trabajo en un barco salmonero en el mar de Bering. Pero esta cura thymótica no sólo no tiene nada que ver con la tecnología, sino que es lo contrario de la tecnología. Ejem.


A E.M. Forster le gustaría decir unas palabras


La ineficacia de la aceleración tecnológica como cura para la falta de pecho[3] del hombre moderno no es ni mucho menos el mayor problema de la solución tecno-optimista. En realidad, el problema es mucho peor.


No se trata sólo de que la aceleración técnica no sea la cura para el síndrome del último hombre. Es que la tecnología es la causa evidente del síndrome del último hombre. Andreessen está curando el cáncer con tabaco.


Fíjese en la lista de trabajos sucios de James. ¡Lavar los platos, la ropa y las ventanas! La mitad de estos trabajos han desaparecido en las fauces de la máquina. Y ya está claro que, en las próximas décadas, el actual asalto de la IA a los «trabajos de mierda» de cuello blanco pronto se verá igualado por un asalto robótico al trabajo manual, precisamente la herramienta más útil para convertir a niños perezosos y voluntariosos en adultos maduros y eficaces.


William James jamás podría haber soñado con un mundo en el que la mayoría de los humanos fuesen inútiles. A medida que los grandes modelos lingüísticos se convierten en herramientas útiles incluso en las especialidades de investigación más avanzadas, la thymótica punta de lanza de la tecnología, tan emocionante, no hará más que empequeñecerse. No hay trabajo para los chimpancés. Dentro de cincuenta años, puede que no haya trabajo para los humanos con un coeficiente intelectual por debajo de 85. Desgraciadamente, este es aproximadamente el CI medio mundial actual. El aumento del «producto marginal cero» humano es una consecuencia inevitable del avance de la inteligencia artificial.


El efecto nocivo de la tecnología sobre la calidad humana se observa a lo largo de toda la curva de campana. La tecnología es perjudicial para las élites porque elimina la dificultad y el peligro de los «equivalentes morales de la guerra» que son esenciales para la psicología madura del varón humano normal. La tecnología es perjudicial para los que no pertenecen a las élites porque elimina todas las formas en que pueden ser útiles para sí mismos o para los demás, y los convierte en bocas inútiles.


Para cualquier persona formada en economía utilitarista, la idea de que cualquier tipo de aumento de la productividad pueda ser perjudicial es profundamente contraintuitiva. De hecho, existe un precedente del impacto negativo de los avances tecnológicos en las sociedades: el impacto negativo de los descubrimientos de recursos. La «maldición de los recursos» es bien conocida, aunque no bien comprendida.


La consecuencia de un descubrimiento de petróleo es que seis personas pueden meter una tubería en la tierra y producir todo el PIB de la nación. El resultado es que los demás no tienen nada que hacer. Todos los demás tienen que comer, es cierto, pero su forma más fácil de comer es conseguir una parte de los ingresos del petróleo.


Por lo tanto, pasan de los medios económicos de subsistencia, de producir cosas que otras personas necesitan, a los medios políticos, a tomar cosas que otras personas tienen. Los seres humanos aburridos, incapaces de realizar un trabajo productivo y que sólo saben comer tomando lo de otros son la fuerza más peligrosa del universo, especialmente en ausencia de élites thymóticas orgullosas del orden que mantienen. Así es como una fábrica de diez mil millones de dólares acaba incendiada por una lata de gasolina de cinco dólares; y así es como acaban las civilizaciones.


Por eso resulta increíblemente irónico que Andreessen presente la aceleración de la tecnología como la cura para la athymia, la acedia y la anomia del siglo XXI, que en realidad es el resultado de la aceleración técnica. Es lo mismo que curar el sida inyectándose el VIH.


E.M. Forster, en su texto de 1909, tenía una visión mejor del futuro técnicamente acelerado. En su cuento La máquina se detiene, la humanidad es una población de socialités decadentes y sin espíritu que viven bajo tierra en el vientre de una única máquina planetaria gigante, que lo hace todo por ellos. Entonces, la máquina se rompe. Y la gente sencillamente muere.


Hemos aprendido mucho sobre la construcción de sistemas fiables. Pero las personas son frágiles. Los últimos hombres somos especialmente frágiles. Tenemos muchas maneras de morir.


Una vez más, la historia rima


¿De dónde procede esta ideología? Aunque la conexión es obviamente una coincidencia, el tecno-optimismo es una curiosa coincidencia histórica con otra ideología profundamente estadounidense del siglo XX: el trotskismo.


En Literatura y revolución (1924), Trotsky escribió:


A través de la máquina, el hombre de la sociedad socialista dominará la naturaleza en su totalidad, con sus urogallos y sus esturiones. Cambiará el curso de los ríos y establecerá reglas para los océanos. Esto no significa que todo el globo terráqueo se distribuya en cajas o que los bosques se conviertan en parques y jardines. Los matorrales y los bosques, los urogallos y los tigres permanecerán, pero sólo donde el hombre lo ordene. Y el hombre lo hará tan bien que el tigre ni siquiera notará la máquina, ni sentirá el cambio, sino que vivirá como vivía en los tiempos primitivos. La máquina no se opone a la tierra. La máquina es el instrumento del hombre moderno en todas las áreas de la vida


El hombre, que aprenderá a mover ríos y montañas, a construir palacios populares en las cumbres del Mont Blanc y en el fondo del Atlántico, no sólo podrá añadir a su propia vida riqueza, brillo e intensidad, sino también una cualidad dinámica del más alto grado. El caparazón de la vida apenas tendrá tiempo de formarse antes de volver a estallar bajo la presión de los nuevos inventos y logros técnicos y culturales. ¡La vida del futuro no será monótona!


Narrador: y no lo fue.


Más aún. El hombre empezará por fin a armonizarse en serio. Se esforzará por alcanzar la belleza dando al movimiento de sus propios miembros la máxima precisión, determinación y economía en su trabajo, en su paseo y en su juego. Tratará de dominar primero los procesos semiconscientes y luego los subconscientes de su propio organismo, tales como la respiración, la circulación de la sangre, la digestión, la reproducción y, dentro de los límites necesarios, tratará de subordinarlos al control de la razón y la voluntad. Incluso la vida puramente fisiológica será objeto de experimentos colectivos. La especie humana, el Homo sapiens cuajado, entrará de nuevo en un estado de transformación radical y, en sus propias manos, se convertirá en objeto de los más complicados métodos de selección artificial y de entrenamiento psicofísico.


Puede uno imaginarse fácilmente a Trotsky en el Burning Man:


Es difícil predecir el grado de autogobierno que puede alcanzar el hombre del futuro o las alturas a las que puede llevar su técnica. La construcción social y la autoeducación psicofísica se convertirán en dos aspectos de un mismo proceso. Todas las artes —literatura, teatro, pintura, música y arquitectura— proveerán a este proceso de una forma hermosa. El hombre se hará inconmensurablemente más fuerte, más sabio y más sutil; su cuerpo se armonizará, sus movimientos serán más rítmicos, su voz más musical. Las formas de vida se volverán dinámicamente dramáticas. El tipo humano medio se elevará a las alturas de un Aristóteles, un Goethe o un Marx. Y por encima de esta cresta se elevarán nuevas cumbres.


De nuevo aquí los «científicos, tecnólogos, artistas y visionarios más allá de nuestros sueños más salvajes». ¿Fue Trotsky el primer «aceleracionista efectivo»? La vida te lleva a lugares curiosos.


[1] Juego de palabras entre esperanza (hope) y opio (opium).


[2] La tecnología detrás de ChatGPT y otros programas de inteligencia artificial similares.


[3] Se refiere a la expresión de C. S. Lewis citada al principio del artículo, hombres sin pecho (men without chests) que alude a una característica asimilable a la pusilanimidad.


Leer en La Gaceta de la Iberosfera