Miguel Otamendi
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Un siglo después, el Rey vuelve al Metro de Madrid, aquella “locura” de Miguel Otamendi, ingeniero donostiarra que deambuló por la capital con su proyecto como un vendedor de alfombras hasta que el Rey decidió invertir en él su dinero de bolsillo. Suyo fue el primer billete expedido.
–Ayer –declaró, orgulloso, Otamendi a propósito de la inauguración–,
antes de marcharse a París, me envió su importe, de quince céntimos,
cuyas monedas las pondré en un cuadro, como primer ingreso que tuvo la
Compañía.
En París, capital de una República que es una monarquía de paisano, el Metro es una maldición política desde que preguntaron a Giscard el precio del billete… y no acertó a responder. Giscard vivió de decirle a De Gaulle
“Oui, mais” hasta que a De Gaulle se le escapó un “Oui, mais a Giscard
le falta el pueblo”, y Giscard quiso arreglarlo bajando al metro sin
chaqueta, pero con corbata y fotógrafos. Después vendría Chirac,
un alcalde saltándose el torno porque iba a una exposición de arte. Los
españoles tenemos el Salto de Alvarado en la Noche Triste y los
franceses tienen el Salto de Chirac en la estación de Auber.
Un millón de volquetes de tierra (“la tierra de Madrid es arenosa y
amortigua los ruidos”) sacó Otamendi, al mando de tres mil obreros, del
tramo Cuatro Caminos-Sol (veinte metros de profundidad en la Gran Vía y
uno en Chamberí), cuyo sueño fue unir el ferrocarril metropolitano de
Madrid con el ferrocarril electrificado a Segovia y Ávila, Guadarrama,
la sierra donde el fin de semana se proveían de aire los krausistas para
luego poder dar la brasa en la capital.
El epígono de Otamendi en Madrid es Manuel Melis, un ingeniero con dos debilidades, Benet y Gallardón.
Suyos son los túneles de la M30, coronados por los diseñadores de
jardines, que horadaron las bóvedas para plantar sus jacintos.
–Me fui del Ayuntamiento porque lo que me ofreció me hubiera parecido
bien cuando acabé la carrera y estaba trabajando en el Cargadero de
Aaiún.
El alcalde de París