jueves, 29 de junio de 2023

Murallas y civilización (I): De Jericó a Adriano


La muralla de Jericó en Sucedió una noche, 1934,

 de Frank Capra, con Clark Gable y Claudette Colbert

 

Javier Bilbao

 

Mending Wall es un conocido poema en lengua inglesa de Robert Frost que, a pesar de su modernidad (comienzos del siglo XX), ha logrado que uno de sus verbos se convierta en un proverbio del habla común: «buenas vallas hacen buenos vecinos». Quizá el mérito se encuentre en que esa formulación tan concisa y aparentemente contradictoria expresa una verdad profunda, intuitiva, que ha acompañado a la humanidad desde los mismos comienzos de la civilización. Las murallas son toda una declaración de principios de aquellos que las construyen, objeto de leyenda y una de las maravillas del mundo, delimitan poderes en fricción y en su distinción primordial entre los propios y los bárbaros observamos un fenómeno fascinante a lo largo de la historia, pues allá donde no había un muro que protegiera a los países, reinos o civilizaciones, eran cada una de sus ciudades las que pasaban a estar amuralladas… y si estas no lo estaban entonces ya solo quedaba un mundo hobbesiano a la manera en que Samuel Johnson describió a los antiguos escoceses: «despreciando las murallas y trincheras, cada hombre duerme seguro con su espada al lado». Sin aquella protección sólo cabía esperar el Armagedón, tal como se profetizó en Ezequiel 38: «subiré contra una tierra indefensa, iré contra gentes tranquilas que habitan confiadamente; todas ellas habitan sin muros, y no tienen cerrojos ni puertas». Y qué decir del mito de Rómulo y Remo, cuando el primero deslindó apenas con un arado los límites de Roma jurando matar a quien los cruzase. Si hubiera construido una muralla su hermano habría seguido vivo.

Estas edificaciones defensivas han sido por tanto desde la noche de los tiempos sinónimo de vida en común, ciudad, civilización. El símbolo en la Edad de Bronce para las comunidades urbanas era una cruz dentro de un círculo, representando la primera una intersección de calles y la segunda el muro que las rodeaba. Mientras que al desarrollar la escritura los chinos, por su parte, utilizaron el mismo símbolo para ciudad y para muro e incluso llegaron a elaborar la creencia de que una deidad protegía cada urbe, llamada Chénghuáng o «dios del foso y los muros». Aunque otras veces, como en Jericó, la divinidad tenía otros planes y se pondría en favor de quienes estaban al otro lado del muro prometiéndoles que este se desmoronaría apenas sonasen siete cuernos de carnero. No podemos sorprendernos, en vista de todo lo anterior, de que las primeras murallas de las que se tiene constancia fueran edificadas allá donde se produjeron los primeros asentamientos humanos, en Oriente Próximo.

En la ciudad mesopotámica de Uruk fue el mismo Gilgamesh quien mandó construir sus murallas, al menos si damos por ciertos los hechos narrados en la epopeya. Lo cierto es que para cada uno de sus reyes construirlas era un deber sagrado e incluso contaban con un ritual por el que bendecían el primer ladrillo de cada una bañándola en miel, mantequilla y crema para, a continuación, bautizar ese año como el del inicio de las obras. Dado que el material de construcción era la arcilla el proceso se repetía con frecuencia y por eso hoy día apenas han quedado vestigios. En Babilonia, con Nabucodonosor II, se produjo un notable salto civilizatorio: ya no se fortificó solo una ciudad sino las fronteras del reino. Sólo puede prescindirse de una muralla cuando otra más amplia la supera… aunque la historia nos ofrece una curiosa excepción en el caso de los espartanos. Estos se jactaban de vivir sin ellas, a las que consideraban «cuarteles de mujeres» pues, de acuerdo con Licurgo, «una ciudad estará bien fortificada si está rodeada de hombres valientes y no de ladrillos». El historiador David Frye en su obra Walls describe su contraste con la vecina Atenas: «aquí se presenta una aparente ironía: los espartanos, que vivían en abierto, sin muros, no contaban con una mínima libertad. Sus mayores les enseñaban qué hacer y cómo hacerlo. Eran instruidos en cómo hablar; cómo, qué y dónde comer; cómo interactuar con sus hijos, mujeres, maridos e hijas. Los atenienses, por contraste, construyeron muros y tras ellos se convirtieron en el pueblo más libre del mundo. Seguros en su ciudad fortificada, discutieron de política y de filosofía, acudieron al teatro, y desarrollaron las matemáticas, la ciencia y el arte (…) las fronteras abiertas de los espartanos requerían que los hombres permanecieran en constante preparación militar, relegando toda labor productiva en los esclavos».

 

Leer en La Gaceta de la Iberosfera