James Woods
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
De América, donde hace tiempo que la corrupción moral, madre de todas las demás, se llevó por delante la grande República de los Founding Fathers, pues de ella no queda hoy ni el recuerdo, nos llega, como a islote forgiano, el pecio del “centrismo constitucional” (nada que ver con la pesebrera que ese término designa en la España del 78), descrito por James Woods, el actor inteligente. Un curioso le pregunta qué acontecimiento lo convirtió en conservador:
–Creo en dos enfoques simples de la política –le contesta Woods–: apoyar la Constitución y respetar las leyes del país. Lamentablemente, esa postura no es ni conservadora ni liberal en estos días, así que supongo que soy un centrista constitucional devoto.
Devoto de una devoción que, como dice Tom Paine en sus observaciones sobre la Declaración de Derechos, debe seguir siendo siempre sagrada para cada hombre individual, “del modo que a él le parezca oportuno, y los gobiernos hacen mal en intervenir en ello”.
Según Woods, en el lado izquierdista los líderes de hoy ignoran sus juramentos (“las payasadas de la cábala demócrata RussiaGate y los fiscales de distrito de la ciudad azul son excelentes ejemplos”). Y el lado republicano está lamentablemente desorganizado y desvergonzadamente débil.
–Por lo tanto, soy un centrista independiente y seguiré siendo un ferviente patriota de la Constitución y sus valores y leal a mi país y su bendito pueblo.
A partir de aquí, los más cafeteros pueden deleitarse con el audaz Curtis Yarvin y su “nueva teoría del cinismo constitucional”, una de cuyas primeras consecuencias es que “la ley es: haz lo que tengas que hacer para esquivar sus garras”.
En perspectiva, el capitalismo parecía una sentina capaz de absorberlo todo. Primero absorbió el sovietismo artístico, con toda la quincalla de Malevich, podrida de doctrina y geometría. Y ahora, al intentar absorber el sovietismo político, ha petado, con los resultados que tenemos a la vista. El gobierno, advertía en su día Russell, no puede existir sin ley, pero la ley no puede existir sin gobierno. La libertad religiosa, la libertad de prensa, la libertad de expresión y el derecho a no ser detenido arbitrariamente fue una cultura que se dio por sentada en el siglo diecinueve, y ahora nada queda de esas libertades, “ni en la práctica ni en la teoría”. Dicho con sorna russelliana:
–Stalin no podría comprender ni respetar el punto de vista que llevó a Winston Churchill a permitir apaciblemente que le retirasen el poder, como resultado del voto popular.
Y lo salpimentaba con el chascarrillo sobre un país balcánico donde un partido derrotado por estrecho margen en unas elecciones generales solucionó el asunto liquidando a un número suficiente de representantes del otro partido a fin de tener la mayoría.
La incomprensión de Stalin es hoy la incomprensión de Biden “anulando” a Trump, para regocijo de nuestros lustrosos (que no ilustrados) liberalios.
[Martes, 13 de Junio]