Abc
Además de las promesas cumplidas, hay en Trump triunfos de otro tipo. Uno es haberle dado otro sentido al término fake news. En un principio, estaba pensado para designar lo que hacían Breitbart y los bots rusos, pero Trump, tuit a tuit, discurso a discurso, ha ido identificando como tal cosa a los medios.
Es un logro del POTUS, pero se lo han puesto fácil. Han sido cuatro años de una propaganda enloquecedora y de insistentes mentiras, especialmente sobre la trama rusa, unas mentiras que convivían con la ocultación de su gestión y de lo relativo a Clinton, Epstein, o a los excesos de sus enemigos burócratas del Pantano. La campaña electoral ha disparado esta sensación con la ocultación de la violencia antifa y BLM y con la entrada en acción ya indisimulada de Twitter y Facebook.
Esta gran organización de mentiras, auténtica catedral de propaganda, ha sido diaria, constante, y demasiado coherente como para no pensar que haya un diseño inteligente detrás. Ha tenido, además, una extensión internacional. Se ha difundido por todo el mundo occidental con un nivel de celo que excede la estupidez o el progresismo del periodista de turno. La existencia de un eco sistemático, de una desinformación mundial, de un engaño masivo (comparable quizás al de la Guerra de Irak) obliga a preguntarse algo más. La realidad evidente de una propaganda mundial nos lleva a preguntarnos si existe también una estructura de intereses mundial. No es ya pura superstición o conspiranoia, no es materia de youtubers solitarios (aunque me temo que más solitarios somos los juntaletras). Si hay una campaña homogénea y mundial,¿hay un intereses mundial en mantenerla?
O de otro modo, ¿ha acabado la propaganda antitrump por decirnos más cosas sobre ella misma que sobre el presidente? ¿Ha acabado por ser tan elocuente como para revelar algo sobre ella misma, tanto que sugiera también algo sobre quien pueda estar detrás?
De quien pudiera ser su muñidor, ¿qué nos dice esta propagadanda? Hay un estado de cosas, político-informativo, innegable que tiene varios rasgos: 1) es global, y más concretamente occidental, aunque a veces se intersecte con la propaganda china 2) es asumida como un credo y ejecutada por algo que podríamos considerar élites, a través de la política, los organismos internacionales, el periodismo, los think tanks y el mundo intelectual. Su identificación y coordinación es completa. 3) no son democráticos. No tienen legitimación democrática, porque ésa era de Trump. Su legitimación era racional, ilustrada o académica, consuetudinaria, o dogmático-científica, según los casos y, 4) tiene unos contornos ideológicos: liberal, progresista, globalista, coincidente casi con el Partido Demócrata, y más dócil con la política exterior de China y el foro de Sao Paulo que con la insurgente derecha occidental.
La propaganda antitrump no ha sido americana, ha sido mundial, pero sobre todo occidental. Se extiende por un ámbito geográfico que se parece mucho a eso que la izquierda llamaba antes el Imperio americano, expresión que ha dejado de utilizarse. EEUU era el colonizador político y mental del mundo, ahora sin embargo es el manantial que hay que salvar de la toxicidad de Trump y sus amigos bárbaros iliberales. Ya no recelamos de Hollywood, sino que le añadimos Netflix, potito cultural que hasta recomienda Pablo Iglesias. Se le mira (al Imperio) de otra forma completamente distinta. Somos Hispania mirando lealmente a Roma. Se asumen como naturales y propias sus “exportaciones” ideológicas, y en sus campus e instituciones (istituciones a subvertir) jugamos también nosotros una partida definitiva contra el “fascismo”. Algo que nos incumbe. El Imperio, de repente, no es depredador. La metrópolis ya no molesta a la izquierda.
El imperio americano ha desaparecido del vocabulario, pero queda su extensión, queda su homogeneidad y sobrevive un discurso en el aire, una especie de consenso que viene del final de la Guerra Fría. Es el discurso del intervencionismo demoliberal (bombardeador), el de la “expansión de democracia”, receloso de una Rusia eternamente amenazante, ya no soviética sino “iliberal”. Es lo común entre la reacción antiterrorista de Bush y las “primaveras” obamistas. El espíritu McCain (santificado) que ultrajó Trump. La internacionalización de la “democracia” Mcdonalds. Este discurso, que fusionaba al neocon con el “liberal”, que los amiga, se extendía por un marco físico occidental, e iba dirigido a un enemigo común (Rusia), que pasa de bloque comunista a gran oso iliberal. Hay, por tanto, mismo marco territorial, parecida homogeneidad, y evolucionada similitud en el discurso. Coincide, como una plantilla superpuesta, con la propaganda antitrump.
Para quien la ha observado estos años, esta propaganda ha supuesto un doble riesgo de enajenación. Por un lado, un riesgo real de volverse loco; por otro, el alejamiento sistemático de las razones zombis que se adivinaban detrás. Esta propaganda ha terminado por ser demasiado elocuente. Ha acabado por conformar la silueta de un sujeto. No ha destruido a Trump (gane o pierda), pero ha revelado la existencia de algo que ya no es exactamente un Imperio. Es más bien la planta territorial de uno, una zona de influencia con unos actores y unos intereses que Trump ha revelado como sujeto de su corrosión diaria. Una especie de edificio ideológico sobre el mundo OTAN. Es algo (no sabemos qué) occidental, elitista, no democrático y liberal-progresista cuyos rasgos se han ido dibujando, día a día, por la machacona propaganda antitrump. No por nada, esa propaganda sólo admite comparación con la preparación de Irak y con lo que recordamos de la política de bloques. Es como la última manifestación de un espectro geopolítico que se intuye en las élites y en la superficie mediática (una gran pantalla global, una piel con un único mensaje).
Contrariándolo (solitario y hercúleo sobre el eje del planeta) Trump ha revelado un hegemón.