lunes, 12 de octubre de 2020

La escisión

 

Abc, 11 de Abril de 2001

Ignacio Ruiz Quintano

Los ojos, dice Borges, que fue ciego, ven lo que están habituados a ver: «Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su  libro.» El 19 de mayo de 1952, «Time», la revista de moda en España por recrear en su portada la cara como de luna engripada de Penélope Cruz, publicó en la sección de «Religión» una noticia de la que se valdría Jorge Portilla para plantear su análisis de la crisis espiritual de los Estados Unidos. Decía el titular: «Se solicita: La sonrisa americana.» Era la historia del doctor Hubert Eaton, septuagenario y alegre director del cementerio Forest Lawn de California, para el que buscaba una imagen de Cristo que tuviera un aspecto suficientemente risueño para acomodarse a sus convicciones. El doctor Eaton acostumbraba realizar en  Italia las adquisiciones artísticas destinadas a la decoración de su camposanto, incluida una réplica del «David» de Miguel Ángel con hoja de parra. Un año antes había ofrecido un premio de mil seiscientos dólares al artista que lograra el más adecuado retrato en «close up» de un Cristo sonriente, con cinco expertos italianos al frente de un jurado. Llegado el momento, el doctor Eaton se presentó en Florencia para examinar las pinturas de los trece artistas finalistas del concurso, encontrándose con un malentendido: seis de los retratos no sonreían, y los restantes esbozaban, siendo generosos, una sonrisita enfermiza. El doctor Eaton declaró: «Nada de esto es lo bastante bueno para Forest Lawn. Estos retratos, incluso los sonrientes, tienen un aspecto triste y una cara definitivamente europea. Lo que yo necesito es un Cristo radiante que mire hacia arriba con una luz interior de alegría y de esperanza. Quiero un Cristo de cara americana.»

Hace bien Harold  Bloom en aclarar que el Jesús de la religión norteamericana no es el hombre crucificado ni el Dios de la Ascensión, sino el hombre resurrecto que pasa cuarenta días con los discípulos, «cuarenta días de los cuales el Nuevo  Testamento, prácticamente, no dice nada». Pero Jorge Portilla extrajo de la peregrina historia del doctor Eaton una  categoría para interpretar el estilo de vida norteamericano. Para él, la inusitada exigencia de que  Cristo sonriera, pasaba delicadamente por alto el hecho de su pasión y el de la forma de su muerte: «Elimina el sentido de su aparición en la historia, el sentido de su vida y de su muerte. Este sentido no es otro que el pecado, o si se prefiere, el “mal”, o la caída del hombre.» El doctor Eaton quería un Cristo sonriente, y quería ver tan reconfortante sonrisa en una cara americana. El doctor Eaton nada sabía del mal. El doctor Eaton era «inocente». Lo mismo, se concluye, que los Estados Unidos.

Posteriormente, y en palabras de Octavio Paz: a medida que se ha vuelto más intenso el sentimiento de estar mal (y de estar en el mal), se ha atenuado también, hasta casi desvanecerse del todo, la visión de la trascendencia. Y cita dos líneas de Quevedo que lo estremecieron: «Nada me desengaña, / el mundo me ha hechizado.» Porque el sabernos caídos, dice Paz, sigue siendo el fondo, casi siempre no dicho, de nuestras ideas y nociones sobre la existencia humana, incluso en el marxismo y el psicoanálisis. «Pero es un  saber  cercenado: le falta la otra mitad, la visión del ser divino.» Y Quevedo, en quien, según Paz, hay algo de demoníaco —«el orgullo (¿el rencor?) de la inteligencia»—, fue el primer poeta europeo  en quien comenzó a hacerse visible la escisión. La caída fue una constante obsesión en su poesía: Paz no encontró en ella ni la reconciliación ni la comunión con Dios; sólo una auténtica comprensión del hombre como un ser caído. «Por esto, sin duda, nos atrae tanto a los modernos.»

Los ingleses, a partir de un cráneo judío del siglo primero, y con el apoyo de la ciencia forense y la tecnología digital, han reconstruido un Cristo con cara de cárcel —«cuando me ven  llegar con  mi cara de cárcel», dice Neruda—, equidistante de la sonrisa del Cristo del doctor Eaton  y de la serenidad del Cristo de Velázquez, que hace pensar que, en efecto, no viene a poner paz, sino espada.


«Nada me desengaña, / el mundo me ha hechizado.»

Quevedo, en quien, según Paz, hay algo de demoníaco, fue el primer poeta europeo  en quien comenzó a hacerse visible la escisión. La caída fue una constante obsesión en su poesía: Paz no encontró en ella ni la reconciliación ni la comunión con Dios; sólo una auténtica comprensión del hombre como un ser caído. «Por esto, sin duda, nos atrae tanto a los modernos.»