Ignacio Ruiz Quintano
El castellano o español no necesita ni apologistas ni detractores. Conocidos son los propósitos de fray Hernando de Talavera, paladín del «nacionalismo romanista» de la época, al presentar a la Reina Católica la Gramática de Nebrija: «Después que Vuestra Alteza meta debajo yugo muchos pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas y con el vencimiento de aquellos tengan que recibir leyes que el vencedor pone al vencido y con ellas nuestra lengua, entonces por esta parte gramatical podrán venir en el conocimiento de ella.» Un solo idioma, una sola fe, un solo Señor.
Lo que no se conocerá nunca es el nombre del «tapado» gubernativo que aprovechó un discurso regio para introducir en el jardín del universalismo cervantino a la serpiente del chauvinismo. Para Savater —lo dijo en TV—, el «tapado» tiene que ser un nacionalista. En tal caso, un nacionalista morcillero, al estilo de aquel personaje galdosiano que escribía «la historia lógico-natural de España», no como ella fue efectivamente, sino como debió haber sido. Por otro lado, ¿no viene Aznar de decir que lo mejor de nuestra Historia está por escribir? Lo que no ha dicho es con qué armamento cuenta, al margen de los «tapados», para apoyar esa promesa, si bien se ha permitido llamar «flojos» a los discrepantes del revisionismo histórico «tenebroseado» por ese «tapado» del que nunca se publicará el nombre. Uno ya no sabe si España impuso su lengua a Méjico, y, sin embargo, tiene la impresión de que Méjico ha «impuesto» un vocabulario a España: «tapados», «lambiscones» y, por supuesto, «flojos», frente a los cuales se alzarían los «apretados», como en la capital de Méjico se conoce a los hombres afectados de espíritu de seriedad. O carentes de sentido del humor, según Jorge Portilla, que les dedicó un ensayo. «El apretado —resume Portilla— se tiene a sí mismo por valioso, sin contemplaciones y sin reparos de ninguna especie. La expresión externa de esta actitud es su aspecto. El apretado cuida su aspecto, expresión de su ser íntimo (...) Nuestra ingenuidad colonialista dice que es “muy británico”, y él mismo siente una debilidad, muchas veces confesada, por lo que llama “buen gusto inglés” (...) Si comete un error, esto no prueba nada; se tratará del error de un funcionario eficaz.» Parece evidente que nuestro «tapado» ha cometido un error; que este error no prueba nada, porque se trata del error de un «apretado»; luego nuestro «tapado», que bien que se cuida de su aspecto por el sencillo procedimiento de no darse a conocer, es un funcionario eficaz que seguramente ha hecho suya la divisa hegeliana «...pues peor para los hechos».
Los hechos eran que cuando Cortés desembarcó en Cozumel, se dio cuenta de que los indígenas salmodiaban «castilan, castilan». Los intérpretes cortesianos eran Julianillo y Melchorejo, dos indios aprehendidos por otra expedición española, y con ellos preguntó el capitán a los caciques por el significado de aquella salmodia, resultando que entre los indígenas vivían dos castellanos extraviados, Aguilar y Guerrero. El castellano Guerrero, que había abrazado la cultura indígena, no quiso unirse a los españoles. El indio Melchorejo huyó en la primera ocasión que tuvo, dejando colgadas de un árbol sus ropas de cristiano. Julianillo murió después. Entonces apareció en escena la Malinche, que hablaba las lenguas de Méjico y de Tabasco, y junto con Aguilar, que hablaba las lenguas de Tabasco y de Castilla, se convirtieron en las lenguas de la Conquista, aunque ningún premio ministerial lleve sus nombres.
Octavio Paz salió de su laberinto diciendo que habría que dedicar una vida entera al estudio y elucidación de la Conquista. No contaba con nuestros políticos ni con lo que estos son capaces de hacer con la navaja de Occam —no hacer con más lo que puede hacerse con menos— en la mano. Atónitos estamos, desde luego, ante el sorprendente Pentecostés interpretado por los señores Caldera y De Grandes, los políticos que han dado el visto bueno oficial a esa teoría chauvinista de la expansión de la lengua según la cual los indios debían de ser unos tíos tan «flojos» que «motu proprio» se apuntaban a los seminarios misioneros para poder escribir en castellano y ganar un día el Cervantes.