Ignacio Ruiz Quintano
Para Russell, que fue su primer guía, Wittgenstein era el ejemplo más perfecto que jamás había conocido del genio tal como uno se lo imagina tradicionalmente: «Apasionado, profundo, intenso y dominante.» Se alimentaba de leche y vegetales, por lo que Russell tenía de él la misma sensación que los demás ingleses respecto de Shaw: «¡Que Dios nos ampare si alguna vez se come un bistec!». Al término de su primer curso en Cambridge, Wittgenstein fue a ver a Russell y le preguntó: «¿Cree usted que soy un perfecto idiota?» «¿Para qué quieres saberlo?» «Porque, si lo soy, me haré aeronauta, pero si no lo soy me convertiré en filósofo.» No se hizo aeronauta —hoy hubiera dicho «consultor»—; se convirtió en filósofo, y en diversos grados, algunos de los cuales sirvieron, muy a su pesar, para convertir la filosofía en una forma de psicoanálisis para curar el mal incurable de existir. Un placebo para literatos hipocondríacos.
En España nos hemos apuntado tarde a la dictadura de la virtud —ésa que ha obligado a la Uefa a sancionar la mano de Raúl—, aunque llevábamos tiempo prosperando en la industria de la indignación. Pero no hemos producido un Wittgenstein. En el campo del pensamiento, no somos productores, sino consumidores. De hecho, y según la balanza comercial, somos actualmente el país que más pensamiento consume, hasta el punto de que una marca de whisky se anuncia en la radio con una cita de Kierkegaard. Políticamente, este dato estadístico supone que estamos al borde de la utopía de Platón, es decir, de un gobierno de filósofos, algo que, por supuesto, nunca habíamos tenido en España, entre otras cosas porque nunca ha habido una filosofía española; si acaso, una «apetencia de filosofía», que no es lo mismo.
«Apetencia de filosofía» es expresión ateneísta y orteguiana, de la época en que Ortega abrigaba la esperanza de que los españoles pudieran mudarse del Sinaí de los teólogos al Partenón de los filósofos, aunque fuera aprovechando la llegada a Madrid de la filosofía de Nietzsche, que venía traducida de segunda mano, en tomos de a peseta y con unos bigotes enormes en la portada, a pesar de lo cual no coló, porque los españoles no son de «filosofías» (ese plural despectivo, decía Madariaga, tan español, a quien sólo interesa lo único, lo singular), y porque entonces tampoco tenían ni el peso ni la estatura necesarios para una «apetencia de filosofía» nietzscheana. Si el hombre era lo que parecía, un modesto amasijo de carbono impuro y agua que pierde diariamente unas dos mil cuatrocientas calorías —entendiendo por caloría el calor necesario para elevar en un grado la temperatura de un litro de agua—, el «perezcan los débiles» de Nietzsche no podía sonar igual en España que en Alemania, antes de desayunarse que después de almorzar.
Ahora —lo dicen las estadísticas— es otra cosa. De la reposición de las calorías se encarga el Estado del Bienestar, y con ese problema resuelto al público sólo le queda hacerse una pregunta: ¿qué sentido tiene la vida?
La filosofía carece de respuestas, porque la filosofía, en realidad, no sirve sino para aprender a no enfadarse ante opiniones distintas de la propia. Sin embargo, en una sociedad que ha sustituido la crítica por la denuncia, no enfadarse ante opiniones distintas de la propia es una forma de sabotaje contra la próspera industria de la indignación, es decir, de la información, en la que denunciar significa liquidar, así que, parafraseando la famosa formulación russelliana del sentido común, que tanto impresionó a Einstein, puede concluirse, aunque sea de una manera torticera, que la filosofía nos lleva a la física, y la física, si es verdadera, muestra que la filosofía es falsa; por eso, la filosofía, si es verdadera, es falsa: por tanto es falsa, Lo mismo que la política: ya los griegos no veían con buenos ojos que Pericles siguiera riendo después de llegar al cargo.
Por cierto que la prensa británica de culto afirmaba ayer que la política predilecta de los españoles es la que brota de los «cojones». ¡Caramba! Siendo así, ¿qué papel tendremos asignado en ese proyecto Zaratustra, libre de ataduras democráticas, expuesto por Sloterdijk en el castillo de Elmau?
En España nos hemos apuntado tarde a la dictadura de la virtud —ésa que ha obligado a la Uefa a sancionar la mano de Raúl—, aunque llevábamos tiempo prosperando en la industria de la indignación. Pero no hemos producido un Wittgenstein. En el campo del pensamiento, no somos productores, sino consumidores. De hecho, y según la balanza comercial, somos actualmente el país que más pensamiento consume, hasta el punto de que una marca de whisky se anuncia en la radio con una cita de Kierkegaard. Políticamente, este dato estadístico supone que estamos al borde de la utopía de Platón, es decir, de un gobierno de filósofos, algo que, por supuesto, nunca habíamos tenido en España, entre otras cosas porque nunca ha habido una filosofía española; si acaso, una «apetencia de filosofía», que no es lo mismo.
«Apetencia de filosofía» es expresión ateneísta y orteguiana, de la época en que Ortega abrigaba la esperanza de que los españoles pudieran mudarse del Sinaí de los teólogos al Partenón de los filósofos, aunque fuera aprovechando la llegada a Madrid de la filosofía de Nietzsche, que venía traducida de segunda mano, en tomos de a peseta y con unos bigotes enormes en la portada, a pesar de lo cual no coló, porque los españoles no son de «filosofías» (ese plural despectivo, decía Madariaga, tan español, a quien sólo interesa lo único, lo singular), y porque entonces tampoco tenían ni el peso ni la estatura necesarios para una «apetencia de filosofía» nietzscheana. Si el hombre era lo que parecía, un modesto amasijo de carbono impuro y agua que pierde diariamente unas dos mil cuatrocientas calorías —entendiendo por caloría el calor necesario para elevar en un grado la temperatura de un litro de agua—, el «perezcan los débiles» de Nietzsche no podía sonar igual en España que en Alemania, antes de desayunarse que después de almorzar.
Ahora —lo dicen las estadísticas— es otra cosa. De la reposición de las calorías se encarga el Estado del Bienestar, y con ese problema resuelto al público sólo le queda hacerse una pregunta: ¿qué sentido tiene la vida?
La filosofía carece de respuestas, porque la filosofía, en realidad, no sirve sino para aprender a no enfadarse ante opiniones distintas de la propia. Sin embargo, en una sociedad que ha sustituido la crítica por la denuncia, no enfadarse ante opiniones distintas de la propia es una forma de sabotaje contra la próspera industria de la indignación, es decir, de la información, en la que denunciar significa liquidar, así que, parafraseando la famosa formulación russelliana del sentido común, que tanto impresionó a Einstein, puede concluirse, aunque sea de una manera torticera, que la filosofía nos lleva a la física, y la física, si es verdadera, muestra que la filosofía es falsa; por eso, la filosofía, si es verdadera, es falsa: por tanto es falsa, Lo mismo que la política: ya los griegos no veían con buenos ojos que Pericles siguiera riendo después de llegar al cargo.
Por cierto que la prensa británica de culto afirmaba ayer que la política predilecta de los españoles es la que brota de los «cojones». ¡Caramba! Siendo así, ¿qué papel tendremos asignado en ese proyecto Zaratustra, libre de ataduras democráticas, expuesto por Sloterdijk en el castillo de Elmau?
Ludwig Wittgenstein
Si el hombre era lo que parecía, un modesto amasijo de carbono impuro y agua que pierde diariamente unas dos mil cuatrocientas calorías —entendiendo por caloría el calor necesario para elevar en un grado la temperatura de un litro de agua—, el «perezcan los débiles» de Nietzsche no podía sonar igual en España que en Alemania