lunes, 12 de octubre de 2020

El cincel de Adama Traoré



Ignacio Ruiz Quintano

Abc

El España-Suiza debía de estar incluido en el paquete de confinamiento que Illa, el enterrador de Lucky Luke, urdió para arruinarle el puente a Madrid con la firma (una cruz con dos palotes, se supone) de Sánchez. Zapatero decretó un estado de alarma con tanquetas en Barajas para que los madrileños pudieran salir en el puente de la Constitución y Sánchez decreta un estado de alarma para que los madrileños no puedan salir en el puente del Pilar. Es lo que en el cotorreo de las tertulias se conoce como “Estado de Derecho”, igual que podrían llamarlo “Trompa de Eustaquio”, pues nada significa.

Un España-Suiza sin público (¡sin “habeas corpus”!) y con Rivero y el Chapi Ferrer aprovechando la oportunidad para dar las instrucciones de orientación de la antena de nuestra TV de Estado para sintonizar semejante espectáculo en lo sucesivo es rizar el rizo de lo que Kubrick, en “La naranja mecánica”, llama Método Ludovico, una terapia de aversión aplicada al pobre Alex (Malcolm McDowell), que somos nosotros aguantando con palillos en los ojos que saliera al campo el único personaje capaz de interesarnos, Adama Traoré, el futurista extremo español de Hospitalet que se gana la vida esprintando por la banda del Wolverhampton inglés.

La velocidad, decían los clásicos, es por esencia una negación, pues consiste en “suprimir” distancia, tiempo, vida, en una palabra. Una banda recorrida a toda velocidad no es tal banda: es una supresión salvaje y brutal de la naturaleza, el desprecio y la negación de todo ese mundo del tiquitaca que Pep y sus lambiscones han venido arreglándonos y acicalándonos “con el mimo y la ternura con que un lego adorna con clara de huevo la fuente de crema en la fiesta del padre prior”, dicho por Pemán en su parábola del buen caminar.

Pero estamos tan hartos de Illa, de Pep y del tiquitaca que del muermo sólo nos saca quien nos devuelve al infantilismo del cine cómico liándose a tartazos de crema, como hace Adama Traoré cada vez que arranca por su linde hecho un velociraptor.

Karanka, que lo tuvo en su equipo, confiesa que Adama Traoré se hizo jugador de banda porque el entrenador lo quería siempre cerca para instruirlo, como en los toros hacía el Tío Jindama con Cayetano, otro hombre famoso por su físico, como Adama Traoré, a quien alguien tendría que ponerle videos de Megido, el extremo del Sporting que en El Molinón, con Miera de entrenador, se cambiaba de banda en cuanto le daba el sol.

¿De dónde sale el físico portentoso de Adama Traoré? ¿De hacer las seiscientas flexiones diarias de Aznar? ¿De tener por jefes a Rubiales, con su pinta de galán serbio, y a Luis Enrique, el triatleta de La Escalerona?

De la combinación sabia de aceite y agua.

Adama Traoré se unta de aceite (truco de cucañista) para que los adversarios no puedan agarrarlo (Milonguita Heredia se valía de una aguja colchonera), y casi lo imaginamos, en cuanto recibe el llamado del Combinado Autonómico, pidiendo a Ponce, el Mestre de Chiva, que le mande aceite de sus olivares como pedía Lope al duque de Sessa: “Ay que al duque le pido / aceite andaluz, / pues si no me lo manda / cenaré sin luz”.

En cuanto al agua, el agua como principio de la vida en la vida de Adama Traoré, o así lo ve él, la respuesta sólo la tienen los filósofos.

¿Es el hombre lo que le parece al astrónomo –se pregunta Russell, un minúsculo amasijo de carbono impuro y agua (más un poco de whiskey a partir de las siete de la tarde) que se arrastra impotente sobre un planeta pequeño y sin importancia?¿O es lo que le parece a Hamlet? ¿Es tal vez ambas cosas al mismo tiempo? ¿Hay una manera de vivir que es noble y otra que es baja o todas las maneras de vivir son igualmente fútiles?

Y nuestro Santayana, que nunca perdonó a Russell, su amigo, que malgastara su imponente talento en frivolidades, nos recuerda que el agua, que ahora parece que sólo envuelve la tierra o la nubla, fue el cincel que esculpió originalmente su superficie. El cincel que esculpió a Adama Traoré.



El enterrador de Lucky Luke


ESPEJO ROBINHO

Mientras contamos los días que faltan para el debut de Bale con Mourinho (previsiblemente, el 17 de los corrientes, contra el West Han), el fútbol vuelve a parecerse al periodismo y Robinho vuelve por 200 (doscientos euros mensuales) al Santos, de donde tanto le costó a Florentino Pérez sacarlo. De Robinho, que parecía fugado de un poema de Nicolás Guillén (“¡Yambambó, yambambé! / Repica el congo solongo, / repica el negro bien negro; / congo solongo del Songo / baila yambó sobre un pie”) recordamos su estreno butragueñense en Cádiz y sus slalom nocturnos en Madrid. Sólo tiene 36 años, uno menos, según José Martí, de la edad fatal para tantos hombres de genio: a los 37 murió Watteau, de tuberculosis; a los 37, cuando pintaba el cuadro más bello del mundo, “La Transfiguración”, murió Rafael; y a los 37 murió el gran Byron de la turbulencia y el arrebato románticos. No sé si con doscientos euros mensuales podrá llegar Robinho a los 37, edad a la que Benzemá seguirá bajando a recibir como “9” del Real Madrid.