viernes, 30 de octubre de 2020

El yo

 

Abc, 16 de Mayo de 2001

Ignacio Ruiz Quintano

Con motivo de su salto a la fama en España, el crítico George Steiner ha expresado su temor a que los avances científicos alteren el estatuto de lo  que antes llamábamos «yo». Los setenta, por ejemplo, fueron la Década del Yo. Pero, hoy, ¿a qué llamamos «yo» y dónde se encuentra?

El norteamericano Bruce Miller, neurocientífico de la Universidad de California en San Francisco, acaba de descubrir la sede del yo, ese pequeño argentino, decían, que todos llevamos dentro. Pero si Mr. Miller no yerra, el yo, aunque pequeño, no es argentino, y se encuentra en una minúscula región del córtex cerebral —en adelante, el área de Miller—, «más o menos encima de la ceja derecha», curiosamente la que mejor enarcaba Kathleen Turner en «Fuego en el cuerpo».

La historia del yo es, desde el oráculo de Delfos hasta el descubrimiento de Miller, la historia del hombre parado para mirarse a sí mismo. Es verdad que Konrad Lorenz siguió una pista del yo en los animales, y ponía el ejemplo del gallo, que con sus cacareos valora su yo desmesuradamente: «Cree que es el centro del  universo. ¡Está tan orgulloso y es tan agresivo! ¡Es tan egoísta!» Pero su amigo Karl Popper, aun admitiendo que en el curso evolutivo de los seres vivos las antiguas formas pueden persistir de algún modo, negó cualquier correspondencia entre el yo gallístico y el yo humanístico: «El gallo está en el hombre, pero el hombre no está en el gallo.» Esto, sin embargo, es meterse en el jardín de la filosofía, y Mr. Miller, que aspira a ser reconocido como el Rodrigo de Triana del yo, no es  filósofo.

«Soy un tío bastante simple», ha declarado Mr. Miller a la agencia Reuters nada más descubrir el área de Miller, es decir, la sede cerebral del yo, a cuyas puertas ha llegado Mr. Miller por el rastro de diversos experimentos con señores tan rarísimos que algunos, por  ejemplo, siendo de derechas de toda la vida, se volvían, a la vejez, radicales de izquierdas. Y así. ¿Simple, Mr. Miller? No tanto. Mr. Miller dice estar tan familiarizado con la idea de que lo que llamamos yo no es más que la suma  de todas nuestras conexiones neuronales que el hecho de haberlo encontrado le parece, y son sus palabras, «muy natural». ¿Y qué es lo «natural», sino aquello a lo que uno se acostunbra en la infancia?

La infancia de Mr. Miller coincide con la de la neurociencia, o ciencia del cerebro y del sistema nervioso central, que, de dar crédito a Tom Wolfe, representa en América al ámbito más efervescente del mundo académico. Los neurocientíficos, consagrados a perseguir el sueño de una teoría unificada, son, en general, tan deterministas como Einstein, para quien la indeterminación era sólo medida de nuestra ignorancia: «Cuando sepamos más, volverá el determinismo.» Y el determinismo ha vuelto con el alba de la neurociencia, cuyos sabuesos, como en el caso de Mr. Miller, ya han levantado la escondidiza pieza del yo.

Este yo no parece ser el de la falacia cartesiana del «fantasma dentro de la máquina»: un yo, en fin, que cruza el cerebro —interpretando y dirigiendo sus operaciones— como la sombra del padre de Hamlet cruzaba por la terraza  del castillo de Kromborg. El yo de Mr. Miller se esconde detrás de una mata del córtex cerebral, pero no es un fantasma, aunque ocasiona, cuando se altera, trastornos en los gustos, en los valores y en la personalidad, hasta el punto de llevarte a votar progre siendo facha, o al revés.

El descubrimiento de Mr. Miller supone el anuncio del fin de los egos. Adiós a la introspección. Adiós a los diarios  íntimos y a las autobiografías. Adiós al libre albedrío. Adiós, ya ven, a los románticos. Únicamente los centristas estarán de enhorabuena: la era de la gente «hardware» —gente que abandona sus cerebros y los reemplaza por ordenadores— ya está aquí: «Ni tout á fait la méme / ni  tout a fait une autre.»  Porque, una vez avistada la pieza, ¿cuánto tardará en imponerse la moda de hacerse extraer los yos, y con ellos, cuarenta mil duros, como nos hacíamos extraer las amígdalas?



Si Mr. Miller no yerra, el yo, aunque pequeño, no es argentino, y se encuentra en una minúscula región del córtex cerebral —en adelante, el área de Miller—, «más o menos encima de la ceja derecha», curiosamente la que mejor enarcaba Kathleen Turner en «Fuego en el cuerpo»