domingo, 11 de octubre de 2020

El enemigo indispensable

 


Ignacio Ruiz Quintano

Al pasarse de la filosofía a la política, Fichte inauguró el movimiento que dio origen al nacionalsocialismo. Bertrand Russell pensaba que, desde Fichte en adelante, todo el movimiento había sido un método para reforzar la autoestima y el afán de poder. Según esto, Fichte, que hizo de la superioridad alemana una cuestión de lengua, necesitaba una doctrina que lo hiciera sentirse superior a Napoleón, igual que Nietzsche, al perseguir en el mundo de la imaginación algo que lo compensase de sus taras, daría con una fe seudodarwiniana en la raza. La conclusión russelliana resultó definitiva: «No hay filosofía del fascismo, sino sólo un psicoanálisis.»

«¿Quién iba a pensar que estábamos haciendo la mayor guerra de la historia contra ese puñado de lelos?», dice John K. Galbraith que dijo, triste y al borde las lágrimas, el piloto del Candian C-64 que le había sido asignado para su misión en Alemania al término de la guerra. La misión del economista, referida en sus memorias «Con nombre propio», consistía en dirigir la Encuesta de Estados Unidos sobre Bombardeos Estratégicos, destinada a verificar los auténticos efectos de las incursiones aéreas contra el Reich, cargo que le permitió participar en los interrogatorios de casi todos los jefes nazis. A sabiendas de la curiosidad que su piloto, un belga que había combatido con cazas, sentía por aquellos individuos, Galbraith consiguió que aquél pudiera visitarlos un día durante la ronda habitual de los prisioneros, pero el deprimente espectáculo —Goering en pleno síndrome de abstinencia, rodeado de seres descompuestos— sumió al aviador en el pesar más hondo. «Yo también reflexioné sobre lo mismo —anota Galbraith-; Albert Speer, a quien el piloto no vio, le habría valido de algo en el trance, como valdría luego para muchos otros.»

Albert Speer es lo que Galbraith llama «el enemigo indispensable». Se trata de la necesidad psicológica que hay en la guerra de dotar de envergadurra al enemigo: primero, para garantizarse la atención de los combatientes; y luego, para agrandar los méritos de la victoria. En 1945 los aliados necesitaban un enemigo lo bastante respetable como para dar a entender que el sacrificio había valido la pena, y Speer, dice Galbraith, prestó ese servicio. Los jefes nazis no daban la talla: Goering era «un drogadicto»; Goebbels, un «bocazas imparable»; Ribbentrop, un «lerdo notorio»; el propio Hitler, un «maníaco atolondrado»; sus generales, burros entregados a cabecear su asentimiento a todas las opiniones del Führer. El único enemigo digno era Albert Speer.

Galbraith, que lo conoció al llegar a Alemania, lo recuerda «alto, esbelto, de aspecto atractivo, suelto y pertinente de palabra». Comenzó como arquitecto personal de Hitler. Después, durante la guerra, fue jefe de armamento. Tras el suicidio del Führer, fue ministro de Economía en el gobierno de Doenitz. («It is what you call Grade B Warner Brothers», dijo a los americanos.) En Nuremberg, para diferenciarse de los demás nazis, no negó su responsabilidad ni su culpa. Fue sentenciado a veinte años. Los cumplió en Spandau, dedicado a salvar su reputación. Para Galbraith, todos eran —«no exagero»— una increíble colección de incompetentes, muchos de ellos enloquecidos. Seguro de que éste iba a ser también el juicio de la historia, Speer sentenció: «Cuando se escriba la historia del Tercer Reich, se dirá que se ahogó en un océano de alcohol.» En este punto, Galbraith admite con excelente sentido del humor que a lo largo de los  tiempos no pocas decisiones llamativas por su excentricidad han sido adoptadas por políticos y soldados que estaban algo menos que sobrios: «Los historiadores raras veces mencionan el hecho; existe un silencio aceptado sobre el alcohol y las decisiones en que ha intervenido. Speer insistió en el caso de los jerarcas nazis y lo utilizó para distinguirse de ellos» El caso es que Albert Speer se convirtió en una de las figuras públicas más esmeradamente inventadas de la historia.

Ahora que se habla de «euskonazismo», término con que el periodismo diario, con su falsa proyección de lo pequeño en lo grande, resume ideológicamente la furia homicida del Norte, regada en coca y «speed», hay que preguntarse quién pasará a la historia como «enemigo indispensable».




Albert Speer

Albert Speer es lo que Galbraith llama «el enemigo indispensable». Se trata de la necesidad psicológica que hay en la guerra de dotar de envergadurra al enemigo: primero, para garantizarse la atención de los combatientes; y luego, para agrandar los méritos de la victoria