Carmen de Burgos
(Almería, 1867 - Madrid, 1932)
O LA PRIMERA "MUJER-MACHO" QUE EN ESPAÑA VIVIÓ DEL PERIODISMO
Por Alberto Guillén
¿Queréis oír hablar a Colombine?
Al ir a verla me decía:
¿Colombine? ¿Colombina? ¿Colombine?
¿Acaso alguna farsa en los jardines que dibujó Le Nôtre?
¿Algún motivo de Wateau?
¿Alguna pastoral en donde las marquesas enreden los dedos en los vellones de artificiales corderos y en los rizos de más artificiales?...
No.
Colombine no es una pastoral. No hay aquí vizcondes rubios para desafíos ni abates finos para madrigal.
No.
Colombine es una pastoral. (Aunque bien pudiera asomar en su vida la faz enharinada de un Pierrot, de un juglar; de un genial juglar a quien admiro mucho porque...)
¿Quién? Silencio. Que me puedo comprometer.
Dejemos al grillo raspar en su violín y a Ramón hacer trescientos libros, mientras la luna se viste de ennoviada. ¿Ramón? ¿Qué Ramón? ¿Habéis leído El ramonismo? ¿No habéis estado en la Sacra Cripta? Esperad, voy a contaros:
Una noche...
Yo no amaba a Colombina, digo a Colombine. Qué iba a amarla... Tampoco la estimaba.
Recuerdo que de niño leí los Cuentos de Colombine y pusieron lágrimas en mis ojos. Pero aquellos eran otros días y aquellos ojos los de un adolescente... que lloraba también con las penitas de la Cenicienta y se desmayaba cuando el Lobo se comía a la abuela de Caperucita.
Ya en Madrid me habían dicho que Colombine era una señora muy gorda que escribía libros de cocina y recetas de tocador.
¿Quién me lo dijo?
Me lo dijo Concha Espina.
Me lo dijo Julio Camba.
Me lo dijo... ¿Quién me lo dijo?
Es decir; ¿que Colombine era algo así como una Dueña? ¿Recetas de cocina y de boudoir? Es decir; ¿que Colombine era algo así como una azafata o como...?
Entonces, ¿por qué fui a ver a Colombine?
Porque me dio la gana, os podría contestar.
¿Razón definitiva?
No. De locos y de niños es el razonar así.
¿Darnos la gana?
Ésa no es una razón, es un motivo, y, entre razones y motivos, hay, según la acreditada opinión de mi maestro de filosofía universitaria, una pequeña diferencia:
El motivo es cosa del corazón.
La razón...
Del cerebro. Ya me comprendéis, ¿verdad?
Bueno, además de esta gana de ver y conocer a Colombine, yo sabía que detrás de Colombine había una mujer: Carmen de Burgos, escritora de novelas agresivas, que le habían costado hasta media docena de procesos.
Además, Colombine había escrito de mí elogiosamente en el Heraldo de Madrid.
Valía la pena, pues...
Valía la pena conocer a Colombine.
Era un caso raro de mujer-macho. Mientras todos los escritores se habían guardado la lengua en cualquier parte, esta escritora salía protestando altivamente en nombre de las escritoras y de doña Emilia Pardo Bazán.
Cuanto a mí, Colombine me había llamado escritor americano y audaz, Diablo Cojuelo, en fin...
–¿Está la señora Colombine?...
–¿La señora Colombine? No está..., no vive acá –me dice la portera, llevándose los dedos a la boca.
Es verdad. No hay tal señora Colombine. Éste es un seudónimo literario, algo así como el disfraz carnavalesco con que se oculta una mujer de corazón y de cabeza.
–¿Conocen ustedes a Colombine... digo, a la señora Carmen de Burgos?
–¡Ah! –dice la portera sacando los dedos de la boca–, la señora Carmen está en el tercero, suba usted.
Y subo, subo, subo... hasta el tercero.
–¿Es usted Carmen de Burgos?
–Sí. ¿Y usted?
–¿Yo? Pues nadie... Digo, Alberto Guillén.
Colombine no tiene la cara enharinada, como pudieran creer los que compraron sus recetas de boudoir. No tiene tampoco delantal de cocinera.
Colombine es una mujer alta, bien formada, maciza, que viste a la mundana y no como cualquier Cenicienta. En fin...
Colombine no se asusta.
Sin hacerme pasar al salón, todavía en el pasillo, me dice riendo francamente:
–¡Ah! Es usted el que nos hace hablar a unos mal de otros, el autor de La linterna de Diógenes, ¿verdad?
–¡Que usted ha elogiado, señora! –digo inclinándome.
–Sí, en efecto, es un libro valiente y agresivo. Me gusta. Me alegro de charlar con usted. Pues yo soy una que le puede hablar mal de mucha gente. ¿No piensa usted hacer una segunda serie de La linterna?
–No, señora, aunque...
–Sí, aunque... pudiera usted hacerlo. ¿No es eso?
–Como usted quiera, señora... Es regla de educación que aprendí de chiquito que a una dama no se le debe negar nada.
–¿Es usted galante, Guillén?
–No sé, señora. ¿Leyó usted mi libro?
–¡Ah! Es verdad, no puede ser galante el hombre que... ¡Qué cosas más graciosas dice usted de Concha Espina!... Es una escritora...
–El alma no tiene sexo, Colombine, según dice Cristina de Suecia.
–Sí, pero debió usted tratar mejor a esa señora.
–¿Usted cree que la he tratado mal?
–¿Mal? No sé. En fin..., su libro es delicioso. Tiene una gran soltura de estilo, es movido y valiente, diáfano y ameno. Además, es un libro moral. O moralizador, como usted quiera. Es necesario que haya quien diga la verdad, que haya quien la grite aunque todos la llevamos entre dientes.
–Gracias, señora Colombine. Mi libro..., ¡pisch! Es alegre y ameno, de eso estoy seguro. Lo hice jugando. Tracé mis muñecos como los niños sus garabatos de colegio. No quise hacer daño, de eso sí esté usted segura. Tiene alegría, no malevolencia. Es humorista, no libelista.
–¡Pero hay quien dice que es valiente!
–¿Valiente? Acaso sí. Pero en ese caso tiene la valentía de los niños, que dan volteretas sobre los precipicios. O que persiguen mariposas al borde de los abismos. ¿No le parece que el peligro es la mejor de las voluptuosidades?
–El peligro y la lucha.
–¿Y para qué la lucha?
–¿Y para qué la lucha? ¿No luchamos con todo, hasta con nosotros mismos? Si mi libro es valiente, yo no lo sé, no soy yo quien debe decirlo. Se lo repito, mi gesto es el de los niños que dicen la verdad con entera simplicidad de corazón, sin saber el daño o el bien que hacen.
–¡Pero usted los ha cogido!
–No, señora. Ellos se han entregado. Como los pingüinos, creían tener alas y andaban en dos pies, ni más ni menos que los hombres. Yo los cogía, los apaleaba riendo. ¿No sabe usted que a los pingüinos los mineros los cazan a palos?
–Sí, sí, son muy bobos, pero...
–Sí, tan bobos que se dejaron coger y apalear ni más ni menos que los pingüinos. ¿Se ríe usted? Yo soy un niño cazador de pájaros bobos. A los pingüinos se les coge con la mano, se les acaricia los alones y... Pero yo quiero oírla hablar a usted.
–¿A mí? ¿Y qué puedo decirle?
–Usted me prometió hablar mal de mucha gente. ¿Quiere usted comenzar por el señor León (Ricardo)? ¿Qué le parece a usted, Colombine?
–A mí no me parece nada. No tengo una opinión de él porque es difícil. ¿No le parece ímprobo trabajo formarse una opinión de los discos del fonógrafo? Hay que oírlos muchas, muchas veces, tantas cuantas los soporte nuestro aburrimiento, pero... Sólo le diré que el señor León es, como decía Fígaro, “un animal de poco escarmiento”. No se cansa de escribir novelones insulsos ni de... hacerle premiar sus obras a Concha Espina.
–¿Sí?
–¿Quiere usted una noticia graciosa? Usted lo ha hecho pelearse. Les hizo hablar a uno mal del otro y, como vivían en la misma casa, con diferencia de piso (doña Concha en el tercero y don Ricardo en el segundo), ella se ha mudado. Ya don Ricardo León no la visita con las medias rayadas en el bolsillo del chaqué.
–¡Cuánto lo siento!
–No debe sentirlo, no. Ya no le premiarán en la Academia más novelones a la señora Concha Espina. Y esto es un bien. Además, las medias rayadas pueden definir al señor León. ¡Es tan bueno!... ¡Tan bueno! Pero a mí me parece un frasco viejo y vacío del todo, como dice el Talmud. ¿Usted ha leído el Talmud?
–¿La traducción o selección de Cansinos?
–¡Pobre Cansinos! A mí me da mucha pena. Nació fracasado, vive fracasado, es un fracasado. Todos lo sabemos, y lo peor es que él también lo sabe. Esto es lo más triste. Tiene los tres sexos, pero es sucio y desarrapado. Mejor no hablemos de él, porque llegaríamos a sentir mal olor.
–Como usted quiera. ¿Y el gran Eugenio Noel?
–Créame, Guillén, yo no estimo a Noel. Me carga. Hay quien dice que tiene un talento formidable. Pero a mí me carga, hay quien le cree el mejor escritor de España...
–Sí, señora, uno de los mejores.
–Bueno, pues a mí me carga. Desde que Noel habla mal de los toros, a mí me gustan más.
–¿No cree usted que ésa era una manera de hacerse notar? Todos tienen la suya.
–Sí, eso creo. Noel ha estado siempre persiguiendo la notoriedad. De jovencito se encerró en un sótano, ni más ni menos que un castor y una marmota. ¿Para qué lo hizo? Para que lo llamasen genio. Cosa parecida hizo el gran Ramón y Cajal, pero éste no lo hizo para que lo llamasen genio, sino para estudiar la vida de las hormigas.
–Sí, señora, ya me lo han contado.
–Bueno, pues Noel se rapaba las cejas y la frente para el mismo objeto. Hasta que un día los sevillanos, calientes por una conferencia antitaurófila de Noel, le raparon toda la cabeza. Era de ver el león sin melena. Se encerró no sé dónde hasta que le creciera de nuevo la cabellera que hoy se usa. Estos poetas melenudos me hacen el efecto de Sansones: pierden la fuerza si les cortan los cabellos. Noel es notable por sus extravagancias. Otro día...
–¡Basta! Salió con un paraguas verde y enorme, como hacía Bonafoux. ¿Conoce la anécdota? Y detrás de Bonafoux iba un negro que decía a los transeúntes asustados: “Ése que va ahí, el del paraguas verde, es Bonafoux, el gran Bonafoux, el formidable escritor Bonafoux...!”
–¿Sí? Igual cosa hacía Azorín, sólo que su gran paraguas no era verde, sino rojo. ¿Conoce usted la carta de Ayala a Azorín?
–No, señora.
–Hela aquí, espere. Aquí está:
“Con el claro y rotundo monóculo en un ojo, en la mano el arcaico paraguas color rojo, luego la tabaquera, esculpida, de plata, y allá en lo íntimo sorda misantropía innata.”
–¿Ha oído usted?
–Sí, señora, son unos versos muy hermosos. Ayala es un gran poeta, a mí...
–¿Un gran poeta? En fin...
–Qué bonitos aguafuertes de Goya tiene usted, señora doña Colombine. Aquel retrato se lo hizo Romero de Torres, ¿verdad? ¿No es el mismo que Ramón Gómez de la Serna publica en Pombojunto con un elogio en que dice que las mujeres tienen reservas irresistibles en el corazón, hasta en el de las enamoradas?
–¿Ha leído usted?
–No, señora. Lo he ojeado apenas.
–¿Y le gusta Ramón?
–Sí, señora. Es el único, el más grande humorista español. Me hace el efecto de los clowns ingleses. Dice un chiste con la cara seria. ¿Y Marquina (Eduardo)? ¿Le gusta a usted?
–¿Marquina? Es una cosa de chantillí. Algo así como un encajero. El que sí es un caso es Jacinto Grau. Yo le cogí unos plagios y él me amenazó con los tribunales... porque hacía daño a su prestigio. ¡Ah, su prestigio! ¡Qué risa! ¿Sabe usted el estribillo de las gentes de teatro? “¿Grau? ¿Grau? ¡Teatro cerrau! ¡Teatro cerrau!”
Colombine, como se ve, habla con desenfado. Parece hombre. Es verdad, el alma carece de sexo. Bueno, su mirada, la de Colombine, es abierta y franca.
Es feliz, Colombine es feliz.
Ella me lo ha dicho. Por encima de la vida, más allá del bien y del mal. Su vida no es una página para el Calendario de los Santos ni una letanía del padre Ripalda. Es un poema de Nietzsche. Creció en un poblado como un salvaje. No sabía leer y, cuando aprendió, leía a Jorge Sandy Lord Byron. Y Lord Byron se encarnó. Descendió de sus sueños y... se casó con Colombine. Luego se separaron porque Lord Byron era un burgués. Luego Lord Byron se murió y la viuda de Lord Byron se vino a Madrid. Traía una hija en los brazos. Y la vida, la rastrera vida, la seguía los pasos como una loba. Dio empellones (Colombine). También derrochó sonrisas (Colombine). Más empellones que sonrtisas, naturalmente. Dio bofetadas a un periodista... y besos... a su hija.
Hoy Colombine es feliz. Y se ríe por encima de todo, como enseñaba Zaratustra.
Vuelve a hablar.
–Hace usted bien en meterse con España. Soy española, pero es justo lo que usted dice de ella. Un país que tiene a Camba como escritor y como... humorista. ¡Uf! ¡Qué asco! Cuando Camba se decida a quitarse el calzoncillo..., se arrancará la piel. [Camba se pasó media vida mofándose de Colombine]
–¿Tiene usted un retrato, Colombine?
–Sí. Y un libro. ¿Cuál le regaló? Usted, que es agresivo y alegre, comprenderá mejor éste. Tenga: “Ellos y ellas y ellas y ellos.”
–Gracias, señora, adiós.
–Adiós Guillén, venga siempre. Hablaremos de personas y de cosas y también, si le parece..., de libros de cocina... ¿Sabe usted? Cenicienta.
(Madrid, 1921. Del libro “La linterna de Diógenes”,
de Ave del Paraíso Ediciones”, 2001)
¿Queréis oír hablar a Colombine?
Al ir a verla me decía:
¿Colombine? ¿Colombina? ¿Colombine?
¿Acaso alguna farsa en los jardines que dibujó Le Nôtre?
¿Algún motivo de Wateau?
¿Alguna pastoral en donde las marquesas enreden los dedos en los vellones de artificiales corderos y en los rizos de más artificiales?...
No.
Colombine no es una pastoral. No hay aquí vizcondes rubios para desafíos ni abates finos para madrigal.
No.
Colombine es una pastoral. (Aunque bien pudiera asomar en su vida la faz enharinada de un Pierrot, de un juglar; de un genial juglar a quien admiro mucho porque...)
¿Quién? Silencio. Que me puedo comprometer.
Dejemos al grillo raspar en su violín y a Ramón hacer trescientos libros, mientras la luna se viste de ennoviada. ¿Ramón? ¿Qué Ramón? ¿Habéis leído El ramonismo? ¿No habéis estado en la Sacra Cripta? Esperad, voy a contaros:
Una noche...
Yo no amaba a Colombina, digo a Colombine. Qué iba a amarla... Tampoco la estimaba.
Recuerdo que de niño leí los Cuentos de Colombine y pusieron lágrimas en mis ojos. Pero aquellos eran otros días y aquellos ojos los de un adolescente... que lloraba también con las penitas de la Cenicienta y se desmayaba cuando el Lobo se comía a la abuela de Caperucita.
Ya en Madrid me habían dicho que Colombine era una señora muy gorda que escribía libros de cocina y recetas de tocador.
¿Quién me lo dijo?
Me lo dijo Concha Espina.
Me lo dijo Julio Camba.
Me lo dijo... ¿Quién me lo dijo?
Es decir; ¿que Colombine era algo así como una Dueña? ¿Recetas de cocina y de boudoir? Es decir; ¿que Colombine era algo así como una azafata o como...?
Entonces, ¿por qué fui a ver a Colombine?
Porque me dio la gana, os podría contestar.
¿Razón definitiva?
No. De locos y de niños es el razonar así.
¿Darnos la gana?
Ésa no es una razón, es un motivo, y, entre razones y motivos, hay, según la acreditada opinión de mi maestro de filosofía universitaria, una pequeña diferencia:
El motivo es cosa del corazón.
La razón...
Del cerebro. Ya me comprendéis, ¿verdad?
Bueno, además de esta gana de ver y conocer a Colombine, yo sabía que detrás de Colombine había una mujer: Carmen de Burgos, escritora de novelas agresivas, que le habían costado hasta media docena de procesos.
Además, Colombine había escrito de mí elogiosamente en el Heraldo de Madrid.
Valía la pena, pues...
Valía la pena conocer a Colombine.
Era un caso raro de mujer-macho. Mientras todos los escritores se habían guardado la lengua en cualquier parte, esta escritora salía protestando altivamente en nombre de las escritoras y de doña Emilia Pardo Bazán.
Cuanto a mí, Colombine me había llamado escritor americano y audaz, Diablo Cojuelo, en fin...
–¿Está la señora Colombine?...
–¿La señora Colombine? No está..., no vive acá –me dice la portera, llevándose los dedos a la boca.
Es verdad. No hay tal señora Colombine. Éste es un seudónimo literario, algo así como el disfraz carnavalesco con que se oculta una mujer de corazón y de cabeza.
–¿Conocen ustedes a Colombine... digo, a la señora Carmen de Burgos?
–¡Ah! –dice la portera sacando los dedos de la boca–, la señora Carmen está en el tercero, suba usted.
Y subo, subo, subo... hasta el tercero.
–¿Es usted Carmen de Burgos?
–Sí. ¿Y usted?
–¿Yo? Pues nadie... Digo, Alberto Guillén.
Colombine no tiene la cara enharinada, como pudieran creer los que compraron sus recetas de boudoir. No tiene tampoco delantal de cocinera.
Colombine es una mujer alta, bien formada, maciza, que viste a la mundana y no como cualquier Cenicienta. En fin...
Colombine no se asusta.
Sin hacerme pasar al salón, todavía en el pasillo, me dice riendo francamente:
–¡Ah! Es usted el que nos hace hablar a unos mal de otros, el autor de La linterna de Diógenes, ¿verdad?
–¡Que usted ha elogiado, señora! –digo inclinándome.
–Sí, en efecto, es un libro valiente y agresivo. Me gusta. Me alegro de charlar con usted. Pues yo soy una que le puede hablar mal de mucha gente. ¿No piensa usted hacer una segunda serie de La linterna?
–No, señora, aunque...
–Sí, aunque... pudiera usted hacerlo. ¿No es eso?
–Como usted quiera, señora... Es regla de educación que aprendí de chiquito que a una dama no se le debe negar nada.
–¿Es usted galante, Guillén?
–No sé, señora. ¿Leyó usted mi libro?
–¡Ah! Es verdad, no puede ser galante el hombre que... ¡Qué cosas más graciosas dice usted de Concha Espina!... Es una escritora...
–El alma no tiene sexo, Colombine, según dice Cristina de Suecia.
–Sí, pero debió usted tratar mejor a esa señora.
–¿Usted cree que la he tratado mal?
–¿Mal? No sé. En fin..., su libro es delicioso. Tiene una gran soltura de estilo, es movido y valiente, diáfano y ameno. Además, es un libro moral. O moralizador, como usted quiera. Es necesario que haya quien diga la verdad, que haya quien la grite aunque todos la llevamos entre dientes.
–Gracias, señora Colombine. Mi libro..., ¡pisch! Es alegre y ameno, de eso estoy seguro. Lo hice jugando. Tracé mis muñecos como los niños sus garabatos de colegio. No quise hacer daño, de eso sí esté usted segura. Tiene alegría, no malevolencia. Es humorista, no libelista.
–¡Pero hay quien dice que es valiente!
–¿Valiente? Acaso sí. Pero en ese caso tiene la valentía de los niños, que dan volteretas sobre los precipicios. O que persiguen mariposas al borde de los abismos. ¿No le parece que el peligro es la mejor de las voluptuosidades?
–El peligro y la lucha.
–¿Y para qué la lucha?
–¿Y para qué la lucha? ¿No luchamos con todo, hasta con nosotros mismos? Si mi libro es valiente, yo no lo sé, no soy yo quien debe decirlo. Se lo repito, mi gesto es el de los niños que dicen la verdad con entera simplicidad de corazón, sin saber el daño o el bien que hacen.
–¡Pero usted los ha cogido!
–No, señora. Ellos se han entregado. Como los pingüinos, creían tener alas y andaban en dos pies, ni más ni menos que los hombres. Yo los cogía, los apaleaba riendo. ¿No sabe usted que a los pingüinos los mineros los cazan a palos?
–Sí, sí, son muy bobos, pero...
–Sí, tan bobos que se dejaron coger y apalear ni más ni menos que los pingüinos. ¿Se ríe usted? Yo soy un niño cazador de pájaros bobos. A los pingüinos se les coge con la mano, se les acaricia los alones y... Pero yo quiero oírla hablar a usted.
–¿A mí? ¿Y qué puedo decirle?
–Usted me prometió hablar mal de mucha gente. ¿Quiere usted comenzar por el señor León (Ricardo)? ¿Qué le parece a usted, Colombine?
–A mí no me parece nada. No tengo una opinión de él porque es difícil. ¿No le parece ímprobo trabajo formarse una opinión de los discos del fonógrafo? Hay que oírlos muchas, muchas veces, tantas cuantas los soporte nuestro aburrimiento, pero... Sólo le diré que el señor León es, como decía Fígaro, “un animal de poco escarmiento”. No se cansa de escribir novelones insulsos ni de... hacerle premiar sus obras a Concha Espina.
–¿Sí?
–¿Quiere usted una noticia graciosa? Usted lo ha hecho pelearse. Les hizo hablar a uno mal del otro y, como vivían en la misma casa, con diferencia de piso (doña Concha en el tercero y don Ricardo en el segundo), ella se ha mudado. Ya don Ricardo León no la visita con las medias rayadas en el bolsillo del chaqué.
–¡Cuánto lo siento!
–No debe sentirlo, no. Ya no le premiarán en la Academia más novelones a la señora Concha Espina. Y esto es un bien. Además, las medias rayadas pueden definir al señor León. ¡Es tan bueno!... ¡Tan bueno! Pero a mí me parece un frasco viejo y vacío del todo, como dice el Talmud. ¿Usted ha leído el Talmud?
–¿La traducción o selección de Cansinos?
–¡Pobre Cansinos! A mí me da mucha pena. Nació fracasado, vive fracasado, es un fracasado. Todos lo sabemos, y lo peor es que él también lo sabe. Esto es lo más triste. Tiene los tres sexos, pero es sucio y desarrapado. Mejor no hablemos de él, porque llegaríamos a sentir mal olor.
–Como usted quiera. ¿Y el gran Eugenio Noel?
–Créame, Guillén, yo no estimo a Noel. Me carga. Hay quien dice que tiene un talento formidable. Pero a mí me carga, hay quien le cree el mejor escritor de España...
–Sí, señora, uno de los mejores.
–Bueno, pues a mí me carga. Desde que Noel habla mal de los toros, a mí me gustan más.
–¿No cree usted que ésa era una manera de hacerse notar? Todos tienen la suya.
–Sí, eso creo. Noel ha estado siempre persiguiendo la notoriedad. De jovencito se encerró en un sótano, ni más ni menos que un castor y una marmota. ¿Para qué lo hizo? Para que lo llamasen genio. Cosa parecida hizo el gran Ramón y Cajal, pero éste no lo hizo para que lo llamasen genio, sino para estudiar la vida de las hormigas.
–Sí, señora, ya me lo han contado.
–Bueno, pues Noel se rapaba las cejas y la frente para el mismo objeto. Hasta que un día los sevillanos, calientes por una conferencia antitaurófila de Noel, le raparon toda la cabeza. Era de ver el león sin melena. Se encerró no sé dónde hasta que le creciera de nuevo la cabellera que hoy se usa. Estos poetas melenudos me hacen el efecto de Sansones: pierden la fuerza si les cortan los cabellos. Noel es notable por sus extravagancias. Otro día...
–¡Basta! Salió con un paraguas verde y enorme, como hacía Bonafoux. ¿Conoce la anécdota? Y detrás de Bonafoux iba un negro que decía a los transeúntes asustados: “Ése que va ahí, el del paraguas verde, es Bonafoux, el gran Bonafoux, el formidable escritor Bonafoux...!”
–¿Sí? Igual cosa hacía Azorín, sólo que su gran paraguas no era verde, sino rojo. ¿Conoce usted la carta de Ayala a Azorín?
–No, señora.
–Hela aquí, espere. Aquí está:
“Con el claro y rotundo monóculo en un ojo, en la mano el arcaico paraguas color rojo, luego la tabaquera, esculpida, de plata, y allá en lo íntimo sorda misantropía innata.”
–¿Ha oído usted?
–Sí, señora, son unos versos muy hermosos. Ayala es un gran poeta, a mí...
–¿Un gran poeta? En fin...
–Qué bonitos aguafuertes de Goya tiene usted, señora doña Colombine. Aquel retrato se lo hizo Romero de Torres, ¿verdad? ¿No es el mismo que Ramón Gómez de la Serna publica en Pombojunto con un elogio en que dice que las mujeres tienen reservas irresistibles en el corazón, hasta en el de las enamoradas?
–¿Ha leído usted?
–No, señora. Lo he ojeado apenas.
–¿Y le gusta Ramón?
–Sí, señora. Es el único, el más grande humorista español. Me hace el efecto de los clowns ingleses. Dice un chiste con la cara seria. ¿Y Marquina (Eduardo)? ¿Le gusta a usted?
–¿Marquina? Es una cosa de chantillí. Algo así como un encajero. El que sí es un caso es Jacinto Grau. Yo le cogí unos plagios y él me amenazó con los tribunales... porque hacía daño a su prestigio. ¡Ah, su prestigio! ¡Qué risa! ¿Sabe usted el estribillo de las gentes de teatro? “¿Grau? ¿Grau? ¡Teatro cerrau! ¡Teatro cerrau!”
Colombine, como se ve, habla con desenfado. Parece hombre. Es verdad, el alma carece de sexo. Bueno, su mirada, la de Colombine, es abierta y franca.
Es feliz, Colombine es feliz.
Ella me lo ha dicho. Por encima de la vida, más allá del bien y del mal. Su vida no es una página para el Calendario de los Santos ni una letanía del padre Ripalda. Es un poema de Nietzsche. Creció en un poblado como un salvaje. No sabía leer y, cuando aprendió, leía a Jorge Sandy Lord Byron. Y Lord Byron se encarnó. Descendió de sus sueños y... se casó con Colombine. Luego se separaron porque Lord Byron era un burgués. Luego Lord Byron se murió y la viuda de Lord Byron se vino a Madrid. Traía una hija en los brazos. Y la vida, la rastrera vida, la seguía los pasos como una loba. Dio empellones (Colombine). También derrochó sonrisas (Colombine). Más empellones que sonrtisas, naturalmente. Dio bofetadas a un periodista... y besos... a su hija.
Hoy Colombine es feliz. Y se ríe por encima de todo, como enseñaba Zaratustra.
Vuelve a hablar.
–Hace usted bien en meterse con España. Soy española, pero es justo lo que usted dice de ella. Un país que tiene a Camba como escritor y como... humorista. ¡Uf! ¡Qué asco! Cuando Camba se decida a quitarse el calzoncillo..., se arrancará la piel. [Camba se pasó media vida mofándose de Colombine]
–¿Tiene usted un retrato, Colombine?
–Sí. Y un libro. ¿Cuál le regaló? Usted, que es agresivo y alegre, comprenderá mejor éste. Tenga: “Ellos y ellas y ellas y ellos.”
–Gracias, señora, adiós.
–Adiós Guillén, venga siempre. Hablaremos de personas y de cosas y también, si le parece..., de libros de cocina... ¿Sabe usted? Cenicienta.
(Madrid, 1921. Del libro “La linterna de Diógenes”,
de Ave del Paraíso Ediciones”, 2001)