Martín-Miguel Rubio Esteban
El antiguo becario don Íñigo Errejón y hoy candidato de Podemos a la Comunidad de Madrid, ofrece entre sus grandes propuestas políticas cambiar el actual himno de la Comunidad de Madrid, de Agustín García Calvo, por la canción de Joaquín Sabina, el amigo de la Reina, “Digamos que hablo de Madrid”. El contundente argumento que usa el Sr. Errejón, coleccionista de himnarios o himnologios, para justificar tan necesaria propuesta para la vida corriente y plena de los madrileños es la de que la canción del genial poeta Sabina, autor de versos fesceninos y que mete de matute en sus libritos de poemas sonetos de Lope de Vega, es conocida por todos los madrileños. Casi como esa sublime de “la cabra, la cabra, la puta de la cabra”. La estética de la marginación espabilada y millonaria tiene mucho atractivo en esta Corte que tanto nos recuerda por su ilustración a la de Julia Domna, y en la que el grande Sabina podría ser el Filóstrato. La verdad es que tiene toda la razón el eternamente joven Errejón, versado ahora en himnodias: entre un himno escrito por el mayor filólogo español del siglo XX, con una estructura de oda pindárica, con su estrofa, antistrofa -con repetición rigurosa del esquema métrico y comático en ambas díadas- y epodo, y una canción finísima del sublime Sabina la cosa está clara: el pueblo de Madrid apoyará sin fisuras las excelsa, apabullante e hiperfrénica ordinariez sin límite del amigo de la Reina. ¿Quién me ha quitado el mes de abril?
Frente a la metrópolis universalista que encarna el himno de Agustín García Calvo -aunque Madrid, como las demás, humildemente, también se organiza en autonomía-, la utopía teratológica y fea de Sabina, una realidad de utopía vacía y unos valores sin sustancia. Felicitarse con melancolía porque el género humano vaya hacia lo peor supone un terrorismo moral. Por lo que siempre será mejor el eterno estancamiento que ofrece el himno agustiniano con su abderitismo moral. Llama la atención que la izquierda pase de los viejos ideales emancipatorios, claramente fracasados todos con dolor, hambre y sangre, a las letras infumables y fariseas de un hit parade de los Cuarenta Principales. Algo en fin se ha ganado dentro del mal. El mal nuevo, bárbara épica decadente, es, al menos, menos malo que el antiguo. Y no nos sorprendería para nada que si ha habido gente para votar como alcaldesa a la “honestisísima” jueza Carmena -si bien fue Esperanza Aguirre quien claramente ganó las elecciones-, habrá gente también que esté de acuerdo con el Sr. Errejón, investigador universitario, que trae tan fundamental propuesta para la vida cotidiana de los madrileños. Muy bien debe vivirse en Madrid si las grandes propuestas de los antaño emancipadores del género humano se reducen a gustos literarios alternativos.
Es verdad que los himnos pueden ser canciones patrióticas o guerreras que no nacieron con la finalidad y voluntad de ser himnos nacionales, como es el caso de La Marsellesa, que a pesar de expresiones políticamente no correctas, como “sangre impura” y otras fórmulas del odio, sigue uniendo con su imaginario colectivo a todos los franceses. El himno siempre responderá por su forma a su origen religioso. Los primeros himnos fueron alabanzas a los dioses -ahí están, v. gr., los Himnos espléndidos de Homero- y el himno nacional debe responder a una religión laica de devoción a la Nación. En el fondo todo gran himno tiene una doble vertiente de patriotismo y religiosidad, como aquellos embatería marciales que compusiese Tirteo, el segundo Homero, al decir de Horacio. Nosotros nos cargamos el hermoso himno de Pemán -no sólo hermoso sino también perfectamente académico de acuerdo a las reglas de género (el literario, claro)- cuando con sólo quitar una estrofa se podía haber mantenido. Hoy no hay poetas que pudieran superar la letra de Pemán. Los alemanes, acomplejados todavía, cantan su himno sin la primera estrofa del antiguo. Pero lo mantienen. Más complicado sería corregir el himno soviético. Los himnos griegos y romanos siempre fueron obras refinadas, en absoluto populares y jamás versos fesceninos de tipo sabinesco, ni espontáneamente producidas. Cantos patrióticos como el “Carmen saeculare” o “Delicta maiorum”, de Horacio, no brotaron jamás inspirados por el magín de la plebe.
El himno de García Calvo, además de estar construido con una perfecta artesanía prosódica, hace de Madrid una comunidad que rompe irónicamente los esquemas chatos de la improvisada organización del Estado que pergeñó la Transición. La idea maravillosa que nos evoca Madrid es incatalogable por su sublimidad, y no por la marginalidad que en ella reside. Lo marginal es la anécdota, y no lo identitario, aunque el Sr. Errejón crea otra cosa. Así como Prudencio en el mundo romano fue el último himnaedo que compuso con la vieja prosodia de ictus y arsis, quizás Agustín García Calvo haya sido el último autor clásico de himnos. España ha cambiado mucho desde que muriese nuestro querido Agustín, que fue ayer, y el himno ya no responde a su etimología de algo sagrado y venerable, tal como nos indica el vocablo emparentado “semnos”.