Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Tres “padres” de la Constitución, Llorca, Roca y Herrero, han hablado de reformarla en una asociación de jueces.
Reformar no es enmendar, privilegio de la Constitución americana: la enmienda actualiza o completa, en virtud de su fuerza constituyente original; la reforma elimina y cambia.
Llorca desea que haya una reforma “porque la sociedad española quiere esa reforma”, y él sabrá con qué sociedad española se codea. Roca, más cuco, pide otros cuarenta años, y dice que el “deseo de reforma” oculta un “deseo de revolución”. Y, emboscado, Herrero, que ya hizo una Constitución para Guinea, dice que “nada es absolutamente rígido ni absolutamente flexible”, es decir, que no dice nada.
–España –aclara Llorca, para que nadie lo señale por revolucionario– está en momentos de crisis política, social e institucional e incluso que hay en marcha una operación de “jaque al Rey”.
O sea, que estamos en Weimar, de donde habríamos mimetizado la secuencia crisis económica igual a crisis de Estado más el Rocambole del artículo 155 (48, en lo de Weimar), y en la grande polvareda se nos cuela por el antidemocrático sistema proporcional don Beltrane (los totalitarios de Hitler en Weimar, los de Pablemos en España).
La “mayoría negativa” apañada por los nazis bloqueó el Parlamento, y los partidos tuvieron tres salidas: reformar la Constitución (la fragmentación lo hacía imposible), sabotear la Constitución (querencia de Hindemburg) y rebelarse contra la Constitución (deseo de nazis y comunistas).
Nuestra diferencia con Weimar es que allí debatían Hermann Heller y Carl Schmitt (“Mi ensayo “’Legalidad y Legitimidad’ fue un desesperado intento para salvar el sistema presidencial”), y aquí tenemos politólogos de Todo a Cien, más un grupo de aficionados a las teorías psicológicas de la política que asperjan citas de Pinker en las solapas de Pablo Casado.
La aritmética ajustada fue una bendición para el Führer, que tuvo el pretexto para gobernar por decreto. Como Sánchez.