CONVERSACIÓN CON JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Por Alberto Guillén
Eran las cuatro de la tarde. Sin embargo...
Eran las cuatro de la tarde. Sin embargo...
-Dice el señorito que vuelva usted mañana, que está en la cama -me dijo la criada.
Yo agaché la cabeza como ante una sentencia inapelable. Al día siguiente, volví decidido a conocer al "joven maestro de la Nueva España". Así le llaman sus amigos. Mientras el ascensor me elevaba a un tercer piso, yo miraba alegremente las puntas de mis zapatos, que han hollado tantas ilustres alfombras. Luego pasé al saloncillo. Gasset se hace esperar como conviene a un joven profesor de tantos prestigios y de tanto talento. Un reloj canta cercenando el tiempo con su péndulo. Un Beethoven de yeso arruga el entrecejo imperioso y arquea los labios sobre un piano cerrado que está elegantemente en una esquina. El despacho del señor Ortega y Gasset está bastante limpio y tiene la sobria elegancia que conviene a un filósofo "muy siglo XX" y que quisiera ser muy dandy. ¡Emoción! ¡Se oyen pasos! Aparece Gasset.
-Tanto honor, etcétera.
Gasset se sienta con aplomo y me mira a la cara con los labios cerrados y los ojos sin pestañear. Gasset es feo, muy feo, de cara chata, calvo, de bigotillo mongol, pero de una frente grávida de cosas muy sólidas y muy nutritivas. Es un Pensador, con mayúscula. Acaso el único que tiene España, además de Unamuno y de... Está, pues, en el derecho de mirarme con los labios fruncidos y los ojos fijos, sin decir nada. Yo me quito los quevedos, me los vuelvo a poner: Gasset continúa sin hablar. Más bien ha puesto el puño en el brazo del sillón, como los majos suelen colocar la mano en las caderas. La postura del señor Gasset es muy gallarda y muy tranquila. Es una repetición de Azorín. Tiene la cara chata y repelente, pero tiene también una seriedad académica que le sienta muy bien y a mí me da un poco de pena. Habla con mesura, como conviene a un filósofo joven, y no deja de contarme que padece surmenage.
-Estoy muy mal -dice-. Estoy casi neurasténico. Tuve que irme al campo a descansar. Ahora mismo descanso.
-Es natural -le digo yo-, ¡con tanto trabajo!
-Sí, demasiada labor. Tuve que ir a la Argentina. Escribir en aquel clima enervante. Dar conferencias. Escribir libros. Luego, de vuelta, dar mis clases. ¡Yo soy catedrático de la Real Universidad de Madrid, como usted sabrá!
Todo eso lo dice Gasset con gravedad, tranquilamente, con esa ponderación que nada turba. Se hace un silencio. Yo lo aprovecho para regalarle uno de mis libros, que él recibe sin agradecer y sin leer siquiera el título. ¡Es natural! ¡Venirle con versos a un señor tan grave y tan solemne! Me apesadumbro de mi candor y más aún de mi fogosa admiración: "A la cumbre del pensamiento español", reza la dedicatoria. Es verdad: Ortega y Gasset es una cumbre a la que yo nunca he ascendido. Toda subida es fatigosa y, ¡ay!, mis riñones son muy débiles.
Gasset se ha educado en Alemania. Allí ha aprendido esas cosas sutiles y abstractas, ese don de filosofar, de encasillar, de escabullirse, de "especular". Allí también ha aprendido esa gravedad y esa ponderación tan admirables. ¡Si parece una marmota! Alemana es también su seriedad pensativa y su tranquila postura de filósofo. "El asno quiere hacer creer que piensa, pero todos le ven las orejas", dice Nietzsche. Gasset es catedrático de filosofía. Enseña a comprender esas cosas tan difíciles para los estómagos ligeros, y enseña también la calva prematura y elocuente a los alumnos. Eso basta.
El reloj sigue cantando con su tic tac monótono. Yo juego con las cintas de mis lentes sin decir nada. Gasset viste correctamente. No tiene rodilleras en el pantalón, ni los bolsillos abultados. Le quedan pocos pelos en la cabeza, pero aún espera hacer muchos libros. Trabaja muy poco, porque aún siente los efectos del surmenage.
-¿Qué le parece la Universidad de Madrid? -me pregunta.
-Muy pintoresca -le contesto. Yo no he visto en ninguna parte que haya necesidad de letreros que esperan de la cultura de los alumnos "no escupir en el suelo, no escribir en las paredes..."
Beethoven ha desarrugado el entrecejo. Entra por la ventana un rayo de sol muy rubio y ya primaveral. Creo que no hay más que decir. El señor Gasset ahorra las palabras por temor al surmenage.
-Bueno, señor Gasset. Adiós.
-¡Adiós! Cómo, ¿no tiene usted miedo al clima de Madrid, que se ha venido sin abrigo?
-No, señor Gasset. Y dígame, ¿concluirá usted alguna vez las Meditaciones del Quijote?
-Hombre, si la neurastenia me deja, creo que escribiré la continuación alguna vez.
Ésta es toda una promesa. ¡Si el surmenage no se empeña, el señor Gasset continuará siendo una cumbre!... Pero una cumbre a la que yo nunca he de subir.
(Del libro La linterna de Diógenes, 2001, de Ave del Paraíso Ediciones)