Frías. Burgos
Jean-Juan Palette-Cazajus
26. ¿Conclusión o prólogo? ( parte 1 de 2)
Dudo mucho de que a estas alturas del interminable serial alguien se acuerde de que en ocasión de la publicación de su primer capítulo, el autor informaba de que ésta era la nueva versión, muy refundida y revisada, de un trabajo publicado en 2015. Aquel trabajo inicial tenía una conclusión. Sin duda para atenerse a las exigencias formales y lógicas de toda disertación escolar. Tres años después me parece claro que aquella conclusión, traspasada por un negro pesimismo sobre el porvenir de las dos naciones aquí consideradas, resultaba hoy inadecuada, diría incluso incongruente. No porque tres años después mi visión histórica se haya vuelto de repente más optimista –creo, al contrario, que las razones para el pesimismo se han ido acumulando en ambos casos–, sino porque las conclusiones demasiado generales no pasan de ser «un brindis al sol» y no contribuyen para nada a clarificar la realidad de los objetos estudiados. Pero también porque la naturaleza misma y las intenciones de nuestro pequeño ensayo a lo largo de todos sus capítulos no podían, no debían ser conclusivas. En puridad si el trabajo ofrecido pudiese tener algún mérito, sería por su condición de largo prólogo.
Al hilo de esta reflexión no hemos dejado de preguntarnos sobre su legitimidad y la pertinencia de su objeto. Trabajo de encargo, conté en su momento, sobre un tema del cual, inicialmente, me costaba pensar que se pudiera decir otra cosa que no fueran tópicos y convencionalismos. Llegados a este punto, la honradez intelectual me obliga a admitir que, tratándose de un «ensayo», la palabra ha de manejarse en su sentido más etimológico: lo que hicimos a lo largo de estas últimas semanas sólo ha sido un intento de desbrozar las malezas y los zarzales que complicaban el acceso a conceptos tan ambiguos y peligrosos como eran los de «carácter» o «psicología nacional». Labor de desbrozo que percibo por otra parte muy incompleta. Labor titubeante e indecisa digna de la paradoja del asno de Buridan puesto que oscilante entre la voluntad de esclarecimiento conceptual y la descripción histórica. Solo habrá servido para algo este escrito si en algo ha contribuido a despejar y ampliar el horizonte del problema.
Dudo mucho de que a estas alturas del interminable serial alguien se acuerde de que en ocasión de la publicación de su primer capítulo, el autor informaba de que ésta era la nueva versión, muy refundida y revisada, de un trabajo publicado en 2015. Aquel trabajo inicial tenía una conclusión. Sin duda para atenerse a las exigencias formales y lógicas de toda disertación escolar. Tres años después me parece claro que aquella conclusión, traspasada por un negro pesimismo sobre el porvenir de las dos naciones aquí consideradas, resultaba hoy inadecuada, diría incluso incongruente. No porque tres años después mi visión histórica se haya vuelto de repente más optimista –creo, al contrario, que las razones para el pesimismo se han ido acumulando en ambos casos–, sino porque las conclusiones demasiado generales no pasan de ser «un brindis al sol» y no contribuyen para nada a clarificar la realidad de los objetos estudiados. Pero también porque la naturaleza misma y las intenciones de nuestro pequeño ensayo a lo largo de todos sus capítulos no podían, no debían ser conclusivas. En puridad si el trabajo ofrecido pudiese tener algún mérito, sería por su condición de largo prólogo.
Al hilo de esta reflexión no hemos dejado de preguntarnos sobre su legitimidad y la pertinencia de su objeto. Trabajo de encargo, conté en su momento, sobre un tema del cual, inicialmente, me costaba pensar que se pudiera decir otra cosa que no fueran tópicos y convencionalismos. Llegados a este punto, la honradez intelectual me obliga a admitir que, tratándose de un «ensayo», la palabra ha de manejarse en su sentido más etimológico: lo que hicimos a lo largo de estas últimas semanas sólo ha sido un intento de desbrozar las malezas y los zarzales que complicaban el acceso a conceptos tan ambiguos y peligrosos como eran los de «carácter» o «psicología nacional». Labor de desbrozo que percibo por otra parte muy incompleta. Labor titubeante e indecisa digna de la paradoja del asno de Buridan puesto que oscilante entre la voluntad de esclarecimiento conceptual y la descripción histórica. Solo habrá servido para algo este escrito si en algo ha contribuido a despejar y ampliar el horizonte del problema.
Francia vista desde el espacio
De esta guisa empezaba nuestra conclusión original: «En nuestros países reina ahora una cultura globalizada y desdramatizada, sin relieve, sin grandeza, sin ambiciones ni perspectivas; un nirvana confortable y utilitario donde las propias dudas, cuando existen, son de diseño. Es una cultura habitada por los artefactos tecnológicos de la comunicación que han dejado de ser intermediarios entre nosotros y el mundo para convertirse en nuestros únicos e inmediatos interlocutores. Ellos nos abruman con respuestas inútiles a preguntas que nunca hicimos, mientras nos olvidamos de hacer las preguntas necesarias y esenciales. Vivimos en un mundo de pantallas que se han interpuesto entre el mundo y nosotros. Porque las pantallas, por definición, no sirven para mostrar sino para tapar. No son un medio sino un fin que sólo sirve para la creación de una realidad virtual que está induciendo una ruptura ontológica en la condición humana y su relación con las colectividades y el mundo. Nos vamos instalando paulatinamente en un nuevo paradigma evolutivo de la identidad humana. Estamos a punto de convertirnos en 'cíborgs', en seres biónicos y por fin -eso creen los optimistas- homogeneizados. Se comprende que nuestra definición en tanto que españoles o franceses empiece a resultar polvorienta».
Rochefort-en-Terre. Bretaña
Y éste es el contexto civilizacional que ha favorecido la aparición de una opinión general, una «doxa» diría Platón, que considera todo sentimiento de pertenencia histórica como un peligroso obstáculo a la «natural marcha del mundo hacia la paz y la armonía universales». Tanto la idea de valorar la propia pertenencia a la comunidad histórica, a la llamada nación, como la preocupación por su continuidad son actitudes consideradas como peligrosas y a la vez horteras. Para la «cultura de diseño» evocada en el párrafo anterior se trata de ideas, valga el galicismo, particularmente «demodées». Este es el sentimiento dominante en España y en Francia, pero también en el Reino Unido, en Alemania y en Italia. Es decir que ésta parece ser la enfermedad terminal de las grandes naciones occidentales. Porque no ocurre lo mismo en todas partes. En los países escandinavos, cuyas construcciones nacionales son relativamente recientes como recordé en algún trabajo anterior, palpita todavía un rescoldo de sentimiento nacional que llamaremos «patriotismo socialdemócrata» por cuanto su carácter inerme lo viene acercando inexorablemente a la situación occidental. No ocurre lo mismo en Rusia, el exverdugo, ni en países del «Este» como Polonia, Hungría o incluso Chequia, exvíctimas, por razones históricas obviamente distintas cuando no opuestas. No ocurre lo mismo en China. Podríamos hablar, en el caso de estos últimos ejemplos, de países nacionalmente hipertérmicos. Tampoco ocurre lo mismo en África, en este caso embutida quirúrgicamente en un traje de naciones y fronteras totalmente ajenas a su historia cultural pero amalgamadas con una tradición étnica y comunitaria que también se puede calificar de hipertérmica. De modo que, desde allí, las naciones europeas se perciben como territorios particularmente hipotérmicos, en vías de difuminación y por ello propicios a las migraciones masivas y aluviales.
España vista desde el espacio
El fondo ideológico de la actual doxa «buenista» supone el salto trascendental desde el concepto de universalismo, que había sido siempre una referencia abstracta, una «idea reguladora» habría dicho Kant, hacia la sumisión al llamado «multiculturalismo», concepto pomposo que sirve para legitimar intelectualmente la renuncia a controlar la propia historia. De modo que si estábamos, con el universalismo, en el universo de la «teleología» cuya definición supone un esfuerzo, un propósito, en pos de las causas finales, en el caso de la sumisión al multiculturalismo lo que manifestamos es nuestro acatamiento al «determinismo» más inerte. Es decir que para una gran mayoría, todo lo que ocurre es causalmente determinado y nuestro futuro es perfecta y felizmente -de esto no hay que dudar- predecible. Lo que acontece sólo puede ser el movimiento «natural» del mundo y contrariarlo no solamente sería inútil sino además reaccionario. Es que toda doxa, por definición, aglutina siempre las ideas más cómodas, las menos dificultosas, las que satisfacen los cerebros más perezosos y pusilánimes, las que eximen del esfuerzo, de la duda y del dolor. La doxa dice que las grandes naciones históricas traen en los genes su ineluctable vocación criminal y en cambio quiere creer en la vocación angelical de las pequeñas, las nuevas, las potenciales o las inventadas. La doxa dice que la adhesión al multiculturalismo es generosidad y cualquier reticencia al respecto, egoísmo mohoso. La doxa no duda, ronronea.
Anochecer