El niño Aznavour en 1930
Jean Juan Palette-Cazajus
No se me había ocurrido nunca. Decidí acercarme en Wikipedia al artículo "Chanson française" y me encontré con la grata sorpresa de que dicho artículo empezaba con una definición que suscribo efusivamente: La canción francesa es «un género musical que se define en primer lugar por la valoración de la lengua francesa con referencias a maestros y modelos heredados de la literatura poética de lengua francesa y por oposición (o por diferenciación) con las dominantes formas anglosajonas de la industria musical». A pesar de su pesadez redaccional, lo suscribo todo en el contenido de esta definición. Lo suscribo todo y en particular la última referencia al mundo de la industria musical anglosajona cuyo dominio cultural, que ha impuesto sus modelos al mundo entero, resultó excepcionalmente letal para la canción francesa.
Edith Piaf y Aznavour
Habrán intuido que me siento con la obligación ética de echar, por un rato, mi cuarto a espadas sobre la muerte de Charles Aznavour (1924 -2018). Pertenezco a una generación que tuvo la inmensa suerte en su más tierna juventud de coincidir con "EL" momento excepcional de la canción francesa. Conviví diariamente todavía con Edith Piaf, la única, con el gran Charles Trenet, el padre del invento, con Georges Brassens, Leo Ferré, Jacques Brel, Juliette Gréco, Yves Montand, Serge Gainsbourg, Serge Reggiani, Jean Ferrat, Guy Béart, Catherine Sauvage, Colette Renard, Bárbara, Claude Nougaro, Anne Sylvestre o el inmenso quebecqués Félix Leclerc, con todos los que me dejo en el tintero por no hablar, a la sombra de los primeros, de un buen puñado de artistas de excelsa calidad como Mouloudji, Georges Moustaki, Cora Vaucaire, Bobby Lapointe y tantos representantes de la escuela "rive gauche" o de "Saint-Germain-des-Prés". En cambio no soportaba, me repelía, Gilbert Bécaud.
¿Y Aznavour, a todo esto? Contestaré indirectamente. Si tuviera que quedarme con un nombre entre todos los enumerados, sin lugar a dudas sería el de Bárbara. No puedo evocarla sin que se me mojen los ojos. Su sublime elegancia, su sublime fragilidad, su sublime lirismo, las sublimes perlas emocionales de su voz... Para mí era la quintaesencia de las cualidades que caracterizaban a cada uno de los artistas que acabo de enumerar, una presencia personal, un timbre, unos paisajes vivenciales únicos e incomparables. Ya ¿pero Aznavour? Os contaré un recuerdo personal: cuando estaba en la universidad de Toulouse, los padres de mi amigo Jacques T. solían mandarle con regularidad unos excelentes "tripoux" artesanales de la Auvernia, algo parecido a los callos, que solíamos ingerir a lo largo de una interminable cena ritual entre chicos, amenizada con una o dos botellas de un decente "Chateauneuf du Pape". No daba la economía para denominaciones más prestigiosas. Pero, sobre todo, la cena venía invariable, religiosa y exclusivamente acompañada por canciones de Brassens.
Comendador de la Legión de Honor en 2004
Nunca se nos hubiese ocurrido hacer lo mismo con canciones de Aznavour. Porque lo veíamos como un excelente artesano del idioma, creador de letras formalmente perfectas pero incapaces de hacernos tilín en el alma como lo conseguían los que nos parecían privilegiadamente dotados del "aura". Porque tanto sus melodías y orquestaciones como sus dudosas americanas de lamé le parecían al purista que yo era peligrosamente arrastradas a la consecución del éxito popular (¡qué vulgaridad!) y al mundo del music hall. Y tal vez porque en aquellos tiempos la hegemonía cultural de la izquierda era total. Nosotros éramos de izquierdas, los artistas que admirábamos eran de izquierdas, fuese dogmática, divina, bohemia u oportunista, mientras Aznavour era el único -no lo decía pero se notaba- que no lo era.
Todo el mundo sabe que Aznavour, nacido Shanourh Aznavourian, era hijo de armenios supervivientes del genocidio turco de 1915-1916 (que duró de hecho hasta 1923). De joven tenía un físico "étnico", oscuro de pelo y piel, lastrado por una nariz invasora que, según los criterios nazis, tendría que haberlo llevado directamente a las cámaras de gas. La crítica inicial se cebó con su supuesta fealdad. Buena parte de la gran generación que hemos enumerado debutó -no es un secreto para nadie- en la cama de Edith Piaf, que fue madre, amante y Pigmalión de muchos de ellos. Aznavour no pasó de ser su chófer. En cambio pasó por el quirófano para cambiar sus poderosas napias por una nariz inofensiva. Y la cosa funcionó. Ya lo cantaba Jacques Brel: "¡Ser una vez, una vez solamente, guapo, guapo y gilipollas a la vez!" No sé qué programa tendrá "Podemos" para acabar con la más intolerable de las desigualdades. El caso es que Aznavour las pasó muy canutas durante muchos años y eso le dejó de por vida el gusto por el confort y la buena vida. Hasta el punto de resbalar en alguna ocasión en el estilo "m'as-tu-vu", que se dice descriptivamente en francés. Para entendernos, algo así como el fachendeo de los socios de la trama Gürtel. Con menos cutrez y sin latrocinio, off course.
Erevan 2015
En el centenario del genocidio armenio
Ya llevaba bastantes años pensando que me había equivocado en mis juicios juveniles, luego arrogantes, sobre Aznavour. Parcialmente al menos. Lo peor que de él se puede decir fue que los años y la altísima exigencia profesional terminaron llevándolo a una especie de perfección rutinaria. La cual se manifestó en su progresiva "sinatrización". Pero el hombre escribió muchos cientos de canciones, muy pocas realmente malas o anodinas, muchas decenas excelentes, reflejo agudo y variadísimo de las vicisitudes humanas y todas ellas con pegadiza originalidad melódica. Admiré siempre esa capacidad para la prosodia y la rima exactas, para dar con la palabra justa, eso que tan cuesta arriba se nos hace a los escribidores mediocres. Es verdad que mis reservas juveniles se mantuvieron en algunos aspectos y que nunca pude dejar de considerar esa calidad formal y melódica, sino como una perfección más «profesional» que realmente inspirada. Pero también en esto admito mi injusticia ya que un buen puñado de las canciones de Aznavour son realmente sublimes. Me conmueven particularmente aquellas que expresan su constante y dolorosa obsesión por el paso del tiempo: la famosísima "La Bohême" ; pero también “Je n’ai pas vu le temps passer” y "Sa jeunesse” . Y sobre todo una verdadera obra maestra, “Hier encore j’avais vingt ans”, equiparable sino superior a la maravillosa “Avec le temps” de Léo Ferré.
Luto por Aznavour en la capital armenia
De la era de los titanes sólo quedaban él y Juliette Gréco, tres años más joven pero con sus facultades interpretativas desgraciadamente bastante mermadas. Ahora me doy cuenta, “a toro pasao”, de que, confrontado a la increíble perennidad de sus capacidades vocales y escénicas, inconscientemente me había hecho a la idea de que Aznavour sobrevivía en una dimensión paralela del tiempo. En el fondo no me parecía posible que perteneciera a la misma temporalidad y al mismo espacio que la mediocre patulea de la presunta «canción francesa» actual, expresión que hoy sólo puede escribirse con comillas. Un mundillo tardoadolescente de enanitos y enanitas gesticulantes que, cuando no cantan en inglés, lo hacen con letras míseras cuando no incomprensibles y de todos modos indiferentes al oído de sus oyentes. “Sobre el declive y la lengua” titulé el capítulo 23 del reciente serial sobre «Españoles y Franceses». Cabe que fuese el más flojo de todos. Un balance comparativo entre la escritura, la composición y la interpretación de Charles Aznavour y las prácticas infantiles de sus nietos hiperactivos me habría salido mejor y hubiese resultado más explícito. Se fue el último patrón que permitía medir tanta mediocridad.
Pd. Desconocía la existencia de este curioso duo -milagros de la “remasterización”- entre Piaf y Aznavour, interpretando “Plus bleu que le bleu de tes yeux”, un tema escrito para Edith por el joven Aznavour. Sobran cursilería y aplausos, pero tiene su aquél, nostalgia aparte.
Aznavour el 13 de marzo de 2018