Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Los Reyes verdaderos son el segundo grupo (el primero es el de los humildes) que llega al pesebre, el de los sabios, que además son paganos.
–No hagáis como los paganos, que invitan a otros para que también los inviten a ellos –dice Cristo a sus discípulos, avisándolos de la industria del regalo puesta en marcha en España por las Galerías Preciados de Pepín Fernández.
En nuestra Navidad posmoderna, los Reyes son los padres, pero los padres… ¿quiénes son?
A quien tiene el valor de preguntarlo le tiran un roscón, el Roscón.
–Un círculo con sorpresa dentro que se compra con ilusión –decía ayer un tuitero, en alusión a los donuts de politología que nos venden los seguidores del becario de Blesa, que, de tanto achinarse, cada día se parece más al señor Wang (Peter Sellers) de “Un cadáver a los postres”.
El Roscón es el postre de la Navidad.
Se tira como un salvavidas para el náufrago en su resaca, pero en realidad es la corona mortuoria que se arroja sobre ese tragaldabas yacente que es el español medio, que comienza a comer a primeros de diciembre en los almuerzos de empresa, que hace un García (José María) en Nochebuena (“comerse el África”), y otro en Nochevieja (“beberse el Nilo”), y que no tiene miedo a perder el trabajo, pues su único trabajo es su sobrepeso. (Por cierto, ¿qué hace Guindos, que no fue ayer de Rey Gaspar, el del incienso, en una cabalgata, con su cara de Dick Van Patten, Tom Bradford en “Con ocho basta”)?
Veo las colas en las confiterías y me acuerdo del Sr. Creosota (Terry Jones en “El sentido de la vida” de los Python), sonando “Tiburón” al fondo. Una chocolatina de menta desató el apocalipsis alrededor del Sr. Creosota como una frutilla confitada del Roscón podría desatar el apocalipsis alrededor del españolejo medio, vitalista del almuerzo, una vez liberado de la cosa religiosa.
–Bermella es su cara / cá es almorzado –describe el juglar a uno de los capitanes del Cid que sale de su tienda de campaña.
Todos bermellos.