lunes, 26 de enero de 2015

Del puente de Tordesillas




Vicente Llorca

Hace años, en la antigua calle del Lobo, a un amigo le dio por abrir el sótano de un local que acababa de comprar como insólito club de ajedrez.

La iniciativa, por sorprendente que pudiera parecer, tuvo cierto éxito, y allá que nos juntábamos algunos por las tardes, enfrascados en las infinitas complejidades de la defensa siciliana, y la ardua tarea de destrozar las tenaces y obtusas piezas de nuestro adversario –las cuales, a despecho de su evidente inadecuación, mostraban siempre una fastidiosa tendencia a demostrar que el que estaba mal situado era uno mismo.

A la salida acudíamos a una taberna cercana, donde entre botellas oscuras y muros ahumados nos consolábamos de la torpeza de todos los movimientos anteriores –los de la partida reciente y los otros.

Yo solía acudir con mi amigo Lorenzo, poeta excelente y novelista secreto, el cual detrás de unas gruesas gafas de vaso y un pertinaz aire de bibliotecario rural, era un tenaz admirador de la música de los Talking Heads, y The Cure, y de las musas que congregaba su música.

Una tarde nos encontramos en la taberna con el crítico Jorge Laverón, que solía bajar a ella con las primeras sombras.

¿De dónde venís? Parecéis agotados

De jugar al ajedrez.

¿De jugar al ajedrez? Por Dios. Qué deporte más violento.

Lorenzo, entre extasiado y perplejo, se pasó el resto de la velada repitiendo:

Es verdad. Qué deporte más violento.

Era, como tantas del crítico malagueño, la definición más exacta de las vísperas de la taberna. 

La he recordado estos días.

La otra mañana estuve tomando un café con C., ilustre triunfador del Toro de la Vega de Tordesillas de hace dos o tres años. Me habían comentado que había sufrido un accidente hacía pocos días, y me alegré de encontrarlo.

¿Qué te ha pasado, C.? Me han dicho que te han dado una cornada. En un encierro de los tuyos, supongo.
Qué va… Si ha sido el toro de casa, echándole de comer.

Manda narices… Te pasas el año en todos los encierros de la provincia, corres todos los toros presentes y futuros, no te pierdes una capea… ¿Y te dan una cornada en casa?

Echando el pienso en el pesebre. Llevaba una semana en el hospital.

No supe qué decirle. A C. , entusiasta y afable, nos lo hemos encontrado en los Carnavales de Ciudad Rodrigo; en los encierros de Cuéllar, en la dehesa de Tamames y en los espantes de Ledesma… Una suerte de milagro hace que cada vez que un toro da la cara en alguno de estos lugares, allí nos topemos con él y su yegua torda, que están intentando llevar al morlaco.  (A veces lo consiguen). Nos consolamos más tarde de las vanidades del mundo charlando con la dueña del local, que nos invitó a aguardiente, para resarcirnos de las trampas del demonio, las apariencias y la carne –el toro pesaba unos novecientos kilos, calculamos a ojo.

No sé por qué me acordé de la definición de Jorge, sobre el atroz arte del ajedrez. Y de la imagen de unos ecologistas, encadenados a las barandillas del puente de Tordesillas, vociferando indignados. Y de unos encartelados que, en el pasado mes de septiembre cantaban en la puerta de la plaza de toros de la Glorieta, ajenos al frío del Tormes, y a la escasez de público que aquel día fue a los toros.

Ya lo decía siempre la abuela Rosario – me recordaba C., entre chupito y chupito–. Del agua mansa me libre Dios. Que de la brava ya me libro yo.