martes, 13 de enero de 2015

La Marsellesa



Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Una vez limpia de tropos de cáscara crujiente con que nos la venden, la manifestación de Francia es todo cuanto la socialdemocracia europea (régimen impuesto por el ejército de ocupación que venció a los fascismos) puede hacer por nosotros: cogernos de la mano de Moragas e improvisar una Marsellesa en París, como Rick en su café de Casablanca.

La socialdemocracia europea es una cultura fácil, pues va de un único dogma (el de que todo es relativo) a una única creencia (la de que sólo el dinero cuenta). Su máxima expresión es el consenso.
De su falta de creencias proviene su horror a arriesgar la vida, cobardía que recibe el nombre de tolerancia, envuelta, ay, en aquella cita torticera de Voltaire que repiten políticos y columnistas: “No estoy de acuerdo en lo que usted dice, pero daría mi vida para que pudiera decirlo.” (Olvidan el cinismo del corolario volteriano: “Viva la libertad de pensamiento, pero muera quien no piense como yo”.)

¡Ah, la libertad de expresión!

Nuestra sociedad es ésa que, ante la muerte, no pudiendo explicarse nada, aplaude al muerto que va en su ataúd a hombros, y también ésa que en París, muerta de miedo, no sabiendo qué decir, se arranca con la Marsellesa (las estrofas menos violentas, tampoco vaya a ser qué), que es la psicología del que marcha solo por una calle oscura y canta ruidosamente para hacerse la ilusión de llevar compañía.

“La civilización”, la llama el periodismo de combate, cuyos miembros más bragados han aprovechado la matanza de París para c… en Dios en el titular de sus artículos.

¡Dios no existe! –se justifican, y apelan a la libertad de expresión.

Pero la inexistencia de Dios está por demostrar, mientras que la inexistencia de la libertad de expresión es consagrada por todos los delitos de opinión introducidos por minorías en el Código Penal.

Es nuestra Ilustración. Escocia dio a Hume y a Smith. España, a los señores Espada y Ramírez de Haro, el cuñadísimo de Aguirre.