José Ramón Márquez
A estas mismas horas, un hombre de ocho arrobas, agitado, con un cigarro humeante entre los dientes y con las manos sudorosas, como en él es lo habitual, deshoja nervioso la margarita de su responsabilidad.
Ese hombre está a punto de contemplar, por fin y gracias a una serie de felices casualidades, cómo se cumple el fruto de sus desvelos de tantos años; está a punto de ver realizado aquello por lo que lleva soñando desde que el chico empezó en esto de los toros: el triunfo de doblete en Sevilla y en Madrid, la llave de la temporada, la definitiva entronización del chico como el mandón del toreo. Y esos nervios, por la posibilidad de que algo se pueda torcer, apenas le dejan atiborrarse de comida, le impiden disfrutar del aroma de sus cigarros, que muerde por un atavismo del hambre que se pasó de chico, no le permiten tener reposo y, casi, ni echar la siesta puede.
Sólo faltan ya unas horas para que mañana se abra la Puerta de Caballos de Las Ventas y que por ella salgan las cuadrillas a hacer el paseo. La ocasión es única y en las ensoñaciones del hombre de ocho arrobas se imagina al chico, a horcajadas de los capitalistas, saliendo por la Puerta de Madrid con un rabo entre las manos.
-¿Y por qué no? ¿Acaso no se lo iban a dar al de Galapagar? ¿Y porqué no al mío? -piensa.
Pero claro, luego piensa también en los reventadores profesionales. En el tío ese del pito de la andanada, en el del silbido penetrante, en aquél de Guadalajara que le cantó un día a la cara lo mal torero que es su hijo, y le vuelven a entrar los sudores y el nerviosismo.
Agarra el teléfono movil y pulsa unos números con sus dedos gordezuelos:
-¿Manolo? ¿Tú crees que esos la van a liar?
Y Manolo, que está almorzando rabo, precisamente, no le tranquiliza del todo. Manolo envidia el dinero que tiene el hombre de ocho arrobas y además le desprecia. Le dice:
-Mira, aquí lo importante es el Orden Público… y punto. Si hay petición y ante la posibilidad de un conflicto… yo estoy atado de pies y manos. Ya sabes cómo es esto…
Por la mañana habló con el ganadero. El hombre de ocho arrobas tiene más mirados los torillos que la sortija de la mano. Sabe bien que la corrida de mañana pasará sin problemas.
- Si es que hay que enlotar bien. Por reata. El 43 y el 52, no vayan a empezar a protestar. El 29 es mucho más bonito, aunque ese igual lo silban. Bueno, por lo menos llevamos al de Valladolid por delante, así que echaremos antes el 29, y la cosa es para él. El castañito, ése va a ser, por bonito y por bien hecho. Está en tipo de embestir, que es bajito.
Piensa el hombre de ocho arrobas también en la taquilla, que se mueve perezosamente, que hay devolución y que aún hay papel suficiente. Piensa en el domingo pasado, en el triunfo en Barcelona con la plaza medio vacía. Piensa en el sieso de Galapagar, en cómo estaría la plaza y la reventa, si no se hubiese ido. Pero bueno, gracias a eso estamos ahí con una oportunidad como nunca.
- Mira, esto nos va bien porque así entra gente nueva y no tantos abonados, y así tenemos más posibilidades de que vean al chico, que vean que se entrega como nadie y que va a triunfar, que la va a liar, que va a cortar las orejas y el rabo, como Palomo, que si se lo iban a dar al de Galapagar, ¿por qué no al mío?
A estas mismas horas, un hombre de ocho arrobas, bañado en sudores, intranquilo, fatigado, con un cigarro entre los dientes, no puede descansar. Si acaso da una cabezada. Se le viene a la imaginación el niño pinchando en el hueso, una, dos, tres veces, uno, dos descabellos… o el toro parado y sin andar y el niño parado también, rabioso, sin poder hacer la noria con el pobre torillo, agotado y con la lengua fuera; entonces el hombre se despierta sobresaltado, con el cigarro mordido en la boca y la ceniza caída en la pechera de la camisa.
-¡Maldita sea! -dice.