José Ramón Márquez
De este diluvio no nos salva ni Noé. El escenario no puede ser más difícil. Una corrida de toros que se queda descolgada de la triferia, organizada a mayor gloria de el Pasmo de Galapagar, la del rabo de Las Ventas, una cogida en México que estropea todo el dibujo y una sustitución.
Aquí aparece July, el nuevo héroe que, junto con Morante y Finito, hizo la gesta de llevar el pasado domingo a la Monumental de Barcelona a un quinto de plaza contando a toda la crítica de guardia, que yo creo que si mandan salir a los periodistas que había en la plaza se quedan de público solamente los alguaciles, los areneros, los mulilleros, los monosabios y un señor de Sabadell que es el que le entregó la bandera cuatribarrada.
Pues bien, según los periodistas de tierra, mar y aire resulta que July es el nuevo mandamás del toreo; es una figura de época cantada sin tasa por los gacetilleros que viene a tomar Madrid a plaza llena de entradas regaladas, porque nadie que tenga algo mejor que hacer a estas alturas de junio, y después de las apestosas triferias que nos han montado, va a subirse el sábado a la Talanquera del Puente de Ventas a escuchar el Sermón de la Montaña que nos va a pegar el niño eterno, el playmobil del toreo.
Lo del francés del sábado pasado fue solamente un ensayo general para lo realmente importante, que será lo del próximo día 12, y que consistirá en la premeditada entronización de July, triunfador al fin de Madrid, como gran figura de época por encima de Ponce, que, como dice la crítica que le quiere, debe irse cuanto antes, y de El Cid, que, como dice la crítica que le odia, vive en un bache.
Y lo malo de un torero tan vulgar y tan basto como July no es su toreo, que con mimbres parecidos, aunque con unos toros que quitaban el hipo, estaba el gran Dámaso, que la gente de puro cariño le contaba los muletazos y era una fiesta cuando se ponía a dar el circular invertido.
Lo malo es que a este chamarilero del toreo lo venden como la sublimación de la Edad de Oro y de la Edad de Plata para tapar que, desgraciadamente, lo que tenemos delante es sólo la edad de la hoja de lata; como cuando Zapatero anunciaba el pleno empleo, éste anuncia el pleno empleo del destoreo.
Ser aficionado a los toros no es como ser aficionado al tenis, que hay una rayita y un árbitro que te dicen si el punto vale o no y cualquiera sirve para eso con tal que se aprenda cuatro reglas y permanezca callado durante el juego; ser aficionado a los toros es una forma de conocimiento que se construye a lo largo de los años, integrando lo que has visto y lo que desearías haber visto, escuchando mucho, sumando experiencias e ilusiones, historias y cuentos del viejo mayoral y juzgando todo constantemente; por eso July es torero de público de tenis, que si el toro va y viene y el picador no pisa la raya, la cosa va bien.
La suma de una cierta perfección técnica del Sauce de Velilla -volvemos al temple de Dámaso- unida a esa concepción ultramoderna y lastimosa del toro como animal colaboracionista dan como resultado sólo una tauromaquia falsa; tan falsa como El Diario de Patricia, ese lugar en el que los dramas de la vida se sirven deglutidos para consumo masivo de gentes que no tienen otra cosa que hacer que contemplar ese espectáculo tan pornográfico.
July representa lo mismo en los toros, porque simula las actitudes y poses de un torero usadas con el solo fin de mendigar un aplauso, puesto que en él no hay el más mínimo compromiso con la verdad, ni con la honradez, ni con la ética; por ello, July en su discurso tan sólo ofrece a cambio de dinero una inmunda caricatura de su oficio, rematada con una mueca que simula una sonrisa, de igual modo que se simula el placer. Pura pornografía.
Confieso mi desánimo para la corrida del día 12. Iré, probablemente, pero no ceso de elevar mis oraciones al buen San Juan de Dios, patrón de los practicantes que se ganan la vida pinchando, para que ilumine al playmobil a la hora de matar y sea capaz de reeditar sus gestas con el estoque de los pasados días. Creo que eso es, hoy por hoy, lo único que nos puede librar del oprobio de ver la Puerta Grande de Madrid, cada vez más pequeña, mancillada por este Chiquilicuatre y sus corifeos.