J. R. M.
Ahora que han quitado un infame letrero que pusieron por delante, aparece otro que quedó ahí detrás, que nadie se molestó en arrancar y que dice ‘Casa Puebla’. Y ese nombre habla de filetes de vaca con patatas de sartén y de acelgas rehogadas en las noches, y de chatos de vino y una tacita de caldo en las mañanas de los días fríos del invierno y del cocido para almorzar en el comedor del fondo.
En una esquinita, que estaba en el chaflán que abre a Jorge Juan y a Príncipe de Vergara, se reunía una hermética tertulia de viejos aficionados a los toros, a la vera de los cartelones grandes, del techo al suelo, que entonces se repartían por los bares. Hablaban en voz baja, sentados en unos taburetitos y bebían el vino tinto de la frasca. Al otro lado de la barra, una gran fotografía de Paco Camino, que siempre fue amigo de esta casa, demostraba la perfección del volapié.
Ahora que han quitado un infame letrero que pusieron por delante, aparece otro que quedó ahí detrás, que nadie se molestó en arrancar y que dice ‘Casa Puebla’. Y ese nombre habla de filetes de vaca con patatas de sartén y de acelgas rehogadas en las noches, y de chatos de vino y una tacita de caldo en las mañanas de los días fríos del invierno y del cocido para almorzar en el comedor del fondo.
En una esquinita, que estaba en el chaflán que abre a Jorge Juan y a Príncipe de Vergara, se reunía una hermética tertulia de viejos aficionados a los toros, a la vera de los cartelones grandes, del techo al suelo, que entonces se repartían por los bares. Hablaban en voz baja, sentados en unos taburetitos y bebían el vino tinto de la frasca. Al otro lado de la barra, una gran fotografía de Paco Camino, que siempre fue amigo de esta casa, demostraba la perfección del volapié.