domingo, 19 de junio de 2016

Las inclinaciones de Albert Rivera

Doctora Brennan

Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    Albert Rivera recuerda físicamente a la doctora Brennan de “Bones”, pero ideológicamente viaja en el pescante de Michelin Flynn, el casamentero de “El hombre tranquilo”, sólo que Michelin Flynn es hombre de principios (“When I drink whiskey, I drink whiskey, and when I drink water, I drink water”), mientras que Albert Rivera es hombre de pactos, la cultura pastelera del pacto, es decir, de mezclas, con lo que el “whiskey” puede salirte “water”, y el “water”, a precio de “whiskey”.

    En nuestro pintoresco sistema político, Rivera viene a ocupar el vacío dejado por el rey del mambo, o danzón del trato, Durán y Lérida (“Doña Rosita la pastelera”, llamaron los coñones decimonónicos a Martínez de la Rosa por menos): Rivera hace de Durán, y para hacer de Lérida tiene a Girauta, que es el único que ha dejado escapar alguna pista sobre la ideología del partido (que no es el “cesarismo bonapartista posmoderno” que dijo el humorista cultural Lassalle):

    –Somos partidarios de un modelo federal en un espacio europeo liberal-demócrata.
    
Si las vendedoras del mercado de Constantinopla se interesaban por la disputa sobre “homoiousios” y “homoousios”, ¿por qué las votantes de Madrid no van a caer sobre las urnas como si fueran las rebajas de Harrods atraídas por el glamour “centrista” de “liberales” y “demócratas”?

    En cuanto al “modelo federal” para España, es verdad que muchos lo pregonan y ninguno lo explica. Rivera debe de referirse al federalismo que Pi y Margall, que lo tradujo de Proudhon, puso en marcha en la primera República, cuya traca final fue el bombardeo de Alicante, Alcira y Cartagena. El otro federalismo es el americano de Hamilton, para lo cual habría que descuartizar España y convertir los pedazos en estados soberanos a fin de reunirlos en una federación que sería la envidia en el mundo.

    Rivera es de temperamento nervioso, y cambia de inclinaciones como el Silva de “La procesión de los días” en la Restauración:
    
A principios de mes soy monárquico, derechista, conservador; el día diez me hago liberal; hacia el veinte me trueco en socialista y suspiro por el reparto. Días antes de terminar el mes, abjuro de esos ideales y comprendo que no hay salvación sino en el anarquismo práctico. Entonces le pido dos duros al habilitado con la intención secreta y firmísima de hacer una bomba. Pero lo mismo es tener los dos duros que sentirme republicano posibilista. En alguna de estas etapas, usted y yo coincidiremos, sin duda. Podemos llamarnos, sin recelo, correligionarios.
    
¿Qué español, al menos una vez al mes, no se siente correligionario de Rivera?

    En tiempos de crisis debe de ser tal la avalancha de perseguidores de sueños (en España, una nómina en la política) que el propio Rivera ha de imponer, a la manera del famoso cordón de terciopelo rojo de Studio 54, filtros de edad (creo que el tope está en 35 años), y límite de camas (dos por habitación), medidas que en política proceden del organicismo de Rhomer y del “cojonudismo” de Kim Jong-un, “ismos” de una excentricidad que ha seducido a Felisuco, líder del centro riverista en la Montaña.

    Descalzo y con hombreras, Rivera se mueve mucho, lo que impide que se centren sus asesores, que dudan, como sus votantes, entre ponerle el calcetín o aumentarle el relleno.

    Estamos, pues, ante un político a tono con la época: irrelevante doctrinalmente, reparte imperativos categóricos sin haber leído una línea de Kant, le dice al vecino quién debe mandar en su casa y cree que España le debe algo por haber hecho presidente del Congreso a Pachi López, cuyo abuelo, se resalta en Wikipedia, trabajó como taquillero en el Cine Mar de Portugalete.

    Llegará lejos.