lunes, 1 de febrero de 2016

La perpetua fiesta de Pemán

Pemán en el Rocío


Hughes
Abc Cultural

La publicación de sus diarios completaría la versión memorialística y autobiográfica de Pemán. «Confesión general», «Mis almuerzos con gente importante» y «Mis encuentros con Franco» forman un fresco de la Historia española del siglo XX y son libros actualísimos, plenos de interés. En ellos, brilla la anécdota, que Pemán introduce con maestría. Valga una del general Franco cuando su hermano Nicolás fue a interesarse por el asunto de la sucesión: «Estate tranquilo, Nicolás. Los Franco, te consta, somos una familia de longevos y, además, nos morimos por su orden: y tú eres el mayor», le dijo.

Tan interesantes como sus descripciones de Franco son las de Primo de Rivera. Pemán conoció de cerca las dos dictaduras. Pocos escritores hay para contárnoslo.

Y pocos, ninguno, tan dotado. Porque esos libros de indudable interés son, apenas, una parte de Pemán. «A su edad empezó Lope», le dijo un académico al presentarle sus primeros escritos infantiles.

La poesía, el teatro, los guiones, las tentativas narrativas, el articulista, el orador -el más grande de esa época de encendida oratoria-, son muchos «pemanes». Para Antonio Burgos, esa abundancia fue un problema, porque el orador era enemigo del poeta, el poeta, enemigo del dramaturgo, y así.

Pero esto se resuelve en su articulismo. Allí, esos «pemanes» se moderan, armónicamente se recortan, se acomodan.

Moderación, palabra fundamental en Pemán, que hasta a Carlos V le aplaudía el haber sabido «vencer moderadamente».

En el articulismo de Pemán, el más grande del siglo según Umbral, Anson, Burgos o Ruiz-Quintano, todo se modera y la actualidad es trascendida por la reflexión, en sentido estricto: el reflejo de la realidad en lo superficial. En el articulismo de Pemán se abre una veta ensayística que lo convierte en excepcional. «Nuestra civilización está llena de actitudes que se ignoran a sí mismas», decía, e intentaba desvelarlas: su perfil, su ley o institución de fondo.

¿No fue eso, «instituciones», lo primero que pidió cuando habló con Franco?

Pemán fue un prodigio gaditano bañado en clasicismo. Portento acreditado, desde niño, con algo de monstruosidad a lo Lope; dueño, no es cosa menor, de una elocuencia gaditana. «La fonética de aquí, condensación de la baja Andalucía con toques de cosmopolitismo de puerto de mar, es por sí fácil, rápida y vaporosa. Elimina obstáculos y colisiones de letras».

Y ese prodigio fluente se embebió de clasicismo. Se lo dijo Antonio Maura: «Lea mucho a los clásicos. Cuando los olvide existirán dentro de su espíritu y poseerá usted el clasicismo». La «intransigencia clásica» de Pemán era el caballo, su porte, donde se subían la gracia y la idea.

En su clasicismo, hijo de D’Ors, nieto de Juan Valera, se entienden estilo y pensamiento: aspiración al orden, jerarquía y razón, moderadas (otra vez) por el ambiente andaluz, su suave humor, «nuestro desinterés pacífico, una tercera fuerza entre el nihilismo y el entusiasmo». ¡Ya tenemos, mostrencamente, todos los elementos de Pemán!

El clasicismo penetra en su visión de España. «Hay que tomar periódico contacto con el Mediterráneo». Que el humanismo periférico modere el absolutismo central, eso dijo. Lo mediterráneo clásico desembocaba en el monarquismo, no en el caudillaje germanófilo del vitalismo orteguiano. Defendió el catalán, «vaso de agua clara», y apreció su literatura.

Su andalucismo rebosaba sentido, sublimado. Andalucía era el aljibe de las Españas históricas, donde caían, para su depuración, todas las lluvias europeas.

Los artículos del Séneca son especialmente deliciosos. Se aligera lo doctrinario y erudito, y el personaje, pareja de Don José, afila unas observaciones entrañables, paradójicas. Pemán, con él, como haría después con «El pordiosero», buscaba la pareja cómica y el ramalazo pícaro, gracioso, quizás lo que más apreciaba de la literatura española por lo que tenía de «limpio humanismo riente».

En los artículos de Pemán hay subgéneros en los que es autoridad absoluta: además del andaluz, el tema religioso y la monarquía («una organización de amor»). Nadie como él ha explicado las completas reverberaciones de la Institución.

Pero es lo religioso el asunto medular de la ideología de Pemán.

Don José María fue español y cristiano, esto es: católico. Aquí tenemos al gran olvidado, al gran desconocido, aquí topamos con la incomprensión de Pemán, mitad ideológica, mitad cultural.

«Una nebulosa comandita católico-monárquica-andaluza bastante pintoresca», se quejaba, era su razón social. Le dedicó unos versos-herida a un poeta joven: «Te admirarán y no te citarán / con rabia y con cariño te darán / esos nombres que a mí tanto me han dado / ‘burgués y señorito’». En otro sitio contestaba: «Señor ya lo es cualquiera, lo que no es cualquiera es señorito».

El el articulismo de Pemán se abre una veta ensayística que lo convierte en excepcional
En sus cartas a Cocteau o Montherlant habla, con algo de amargura, de: «los que estudiamos por libre». En su articulismo, debidamente fechado y editado, está la evolución del pensamiento católico de un escritor único. Una evolución razonada, agónica, llena de contradicciones, de tensión bajo el medido acento clásico. «Una tragedia liberal», dijo Vázquez Montalbán. De una derecha en las lindes tradicionalistas a un liberalismo monárquico y conservador.

Las contradicciones y evoluciones de Pemán son un festín literario. El de un escritor católico dialogando con la modernidad, en aspiración de liberalismo (como el socialismo, «un monólogo sin Dios»). Europa, por ejemplo, fue primero «mediocre término físico y laico», luego aceptable «en dosis pausadas, leves y discretas» («Nieve en Cádiz»); la «universitas christiana» le alertaba del peligro de la nación, de su herética adoración y su hiperestesia.

El Pemán tardofranquista, el de los setenta, espera la socialdemocracia, un Estado que hace capitalismo y socialismo, considera Europa como el único destino posible, y ve el liberalismo como un lujo al que hubo que renunciar. En esos últimos años completa su visión histórica de España: a la modernidad liberal entramos directamente por la Edad Media, nos saltamos el Renacimiento, «puerta cerrada por la contextura de abuela devota y severa de la Reina Isabel». Un callejón sin salida del que se sale, como de un error, con una sencilla media vuelta. «Los españoles estamos maleducados por un "medioevalismo" glandular, sexual y de machotes».

En otro lugar, al explicarse el franquismo, volvió a aparecer esa idea: «En conjunto, más que una doctrina o una política se vivía un ambiente en el que muchos españoles votaban a favor del machismo frente a la blandura liberal pasada. Machismo era la germanofilia, la milicia, el taconazo, la arenga, la idea de servicio, ‘Todo por la patria’… y como cifra y compendio, el quijotismo».

En Pemán hubo siempre una equilibrada dulzura de fondo que no se ha sabido ver, una erudición y finura de gran escritor católico europeo. En un artículo dedicado a Anson, le advertía: «Querrá la España castiza expropiarte el estilo y el equilibrio mental… querrán los cerros hacerte cerril, y los montes montaraz». No había que resignarse nunca a un «auditorio elemental».

En el Pemán final hay un progresivo entendimiento montaigniano de las cosas: la política es oscilación y la técnica «un tapis roulant» que todo lo acelera. Anticipa un nuevo positivismo, un desprendimiento de las ideologías.

Ya se ha dicho, pero hay que recalcarlo. Los que ganaron la guerra no es que perdieran la literatura, es que la Historia, en alguna medida, se les escapó después. Ella, como un río, vuelve a su curso intermedio, al suyo. Las grandes preocupaciones de Pemán -en 1952 ya escribía sobre relativismo- han tomado cuerpo: «Irracionalismo, disolución de jerarquías, desorden, angustia, cristianismo anticlerical y sin Iglesia, revolución antioccidental y anticlásica».

Con Pemán ya no hay un problema político, hay una dificultad cultural.

La España actual no alcanza la altura de este escritor.