[Vía ArcoLibris, el fantástico blog literario de Laura García]
Hugo Martínez —39 años, 118 centímetros— bebe un nuevo buche de cerveza y empieza a enumerar las ventajas de los enanos: no se descalabran con los travesaños de las puertas, ni sufren cuando se agachan y, como si fuera poco, se libran de toparse cara a cara con Dennis Rodman, ese tipo tan feo.
Sus compañeros de juerga, enanos como él, largan la risotada. Uno de ellos le golpea la cabeza con la palma de la mano, otro lo empuja, los demás le piden que no les embrome la vida. Todos lucen achispados, felices. Martínez, a gusto en su papel picaresco, levanta las nalgas y las menea en forma chistosa. Después continúa su función.
Cuando se presenta un asesinato —dice—, un enano jamás es el primer sospechoso, así se encuentre al lado del cadáver con una pistola humeante en la mano. Además, como sus ojos están cerca del suelo, tiene muchas posibilidades de descubrir, al lado de una alcantarilla, aquel extraviado billete de 20 mil pesos que los seres normales no pudieron ver por andar englobados en las alturas.
Larry Plazas —16 años, 120 centímetros— le pide a Martínez que suspenda las payasadas, porque ya le duele el estómago de tanto reírse. Martínez lo amonesta con una mirada severa que, evidentemente, es fingida. Sonríe, le pellizca la mejilla. Luego se tambalea como borracho y dice que aún no ha mencionado la ventaja más grande de todas. En este punto se dirige a mí y me advierte que yo no lograría, ni en sueños, un momento de placer con Jennifer López. Lo máximo que conseguiría, si la viera, sería un autógrafo, o comprobar que soy más alto que ella.
—En cambio yo, papá —exclama, con el rostro súbitamente enrojecido—, si me pongo junto a ella, le doy por el culo.
Sus secuaces vuelven a reír de un modo estridente. Uno de ellos opina que Hugo tiene tanta gracia que debería llamarse Chris Rock. Hugo, siempre chusco, le responde que está pensando en ir a una notaría para reemplazar su apellido Martínez por Norrea. Entonces todos comienzan a gritar en coro:
— ¡Hugo Norrea!
— ¡Hugo Norrea!
— ¡Hu—Gonororrea!
— ¡Hu—Gonorrea!
La escena tiene lugar en Mariquita, Tolima, un sábado por la tarde. Faltan tres horas para que los ocho enanos toreros del grupo El Gran Tin Tin comiencen su actuación. Así que mientras llega el momento definitivo, la cuadrilla aprovecha para dejarse caer unas cuantas cervezas entre pecho y espalda. El más sediento es Víctor Prieto —30 años, 135 centímetros—, quien le pide a Hugo, con un gesto teatral, que deje “la hijueputa vulgaridad”.
—Marica, recuerde que a mí me llaman ‘Vulgarcito’ —le contesta Hugo, antes de volver a empinarse la botella de cerveza.
Todos siguen riendo a carcajadas en el patio de la señora Elinor Elles, dueña de la cantina de mayor tradición en el pueblo.
***
¿Por qué lanzar al ruedo a los enanos, precisamente a los enanos?, le pregunto a Ezequiel Vargas, dueño de El Gran Tin Tin. Estamos sentados en la sala de su casa, ubicada en la urbanización Arborizadora Baja, en el sur de Bogotá. Son las nueve de la mañana de un viernes cualquiera. Nos acompañan Jorge Ricaurte —26 años, 117 centímetros— y Serafín Zapata -35 años, 127 centímetros-, los dos enanos que viven con Vargas, más conocido en el ambiente taurino con el remoquete de ‘el Curro’.
Vargas se pone a la defensiva y dice que no inventó el toreo bufo, una actividad más vieja que él. Lo que quiero saber, aclaro, es por qué se presume que una gavilla de novilleros diminutos resulta cómica. ¿Será porque nos parece risible el contraste entre su fragilidad y la dureza que se le atribuye a la tauromaquia? ¿O porque los necesitamos como chivos expiatorios de nuestra barbarie? ¿O porque suponemos que las anomalías ajenas son divertidas? Vargas admite que los toreros enanos generan un placer retorcido: la gente se ríe de sus desplantes caricaturescos, claro, pero también disfruta viéndolos arriesgar el pellejo frente a los cachos de un becerro. Noto que, como en el antiguo circo, el gozo es consecuencia del sacrificio. O, por lo menos, del peligro. Alguien debe inmolarse de vez en cuando para que la puñetera vida de todos los días tenga sentido. Es algo que está en la naturaleza de los seres humanos, qué le vamos a hacer. Bien dice el escritor Henry Stein que cuando un niño se planta en el baño mientras su padre se afeita, no es porque considere que ese ritual insulso valga la pena, sino porque abriga la esperanza de que el adulto se desbarate la cara con la cuchilla. Porque lo cierto es que el hombre invoca mucho los mandamientos cristianos, pero a la hora de la verdad le importa un pepino la suerte del prójimo. En el caso que nos ocupa —concluyo— los espectadores no sólo festejan la faena jocosa de los protagonistas, sino el hecho de que los enanos sean otros y no ellos.
Vargas se niega a cuestionar las motivaciones del público. Pero en cambio se siente obligado a defender su espectáculo hasta las últimas consecuencias. En principio están las razones económicas. Los enanos que no desafían la cornamenta de una vaca, los que no se contorsionan de manera estrafalaria sobre la barra de un bar, los que no se desnudan en las fiestas de despedida de solteros, los que no actúan como hazmerreír de ferias, son un cero a la izquierda, un yerbajo del rosal. Excluidos del mercado laboral, deben resignarse a ejercer, a ratos, oficios no calificados. Sus estudios son precarios, en parte por discriminación y en parte por la ignorancia de ciertos padres, que consideran una pérdida de tiempo darles educación. Ni siquiera cuentan, literalmente, como ciudadanos rasos, ya que los censos de población los desdeñan. La Asociación de Pequeños Gigantes de Colombia, creada hace tan sólo dos años, estima que en este país de 43 millones de habitantes, hay unos siete mil enanos.
¿Cuál es el destino de esos enanos?, se pregunta ‘el Curro’, dándose una palmada vehemente sobre la rodilla derecha. Para responder el interrogante, dice, nada mejor que recordar qué hacían y cuánto ganaban los miembros de su elenco cuando él los conoció. Jorge Ricaurte repartía hojas volantes para promocionar un negocio de brujería en el centro de Bogotá. Devengaba 12 mil pesos diarios. Ángel Leal —20 años, 115 centímetros— era vendedor ambulante de juguetes en las calles del sector 20 de Julio. En los días mejores no ganaba más de 10 mil pesos. Víctor Prieto se levantaba a las tres de la madrugada para ir al mercado de Corabastos a desgranar 100 libras de arveja, por la módica suma de 18 mil pesos. Javier Martínez —26 años, 125 centímetros— era blanco de la Policía, por andar traficando con discos compactos piratas. Su patrón, un mercachifle de cuello blanco, apenas le pagaba 10 mil pesos. Larry Plazas estaba sin empleo.
Hoy, como colaboradores de El Gran Tin Tin, reciben honorarios que oscilan entre los 60 mil y los 250 mil pesos por cada velada. Y cuentan con seguridad social porque están afiliados a la Unión de Toreros de Colombia. Cuando peor les va, hacen unas diez funciones al mes, pero durante las temporadas altas esta cifra se duplica. Para los enanos toreros —insiste ‘el Curro’—, los dividendos son palpables. Hugo Martínez, por ejemplo, vive en España seis meses al año, durante los cuales recorre las principales fiestas de su género en ese país. Con los ahorros de sus reiteradas expediciones, ha logrado construir su casa, ladrillo sobre ladrillo, en el barrio La Victoria, en el sur de Bogotá. Javier Martínez es el sostén de su familia, pues sus hermanos normales están desempleados. Laureano Páez —55 años, 135 centímetros— ha viajado por una docena de países. Y Víctor Prieto le ha regalado un techo a su madre, con lo cual consiguió, de paso, apartarla por fin de su marido alcohólico.
Jorge y Serafín, que habían permanecido callados durante todo este tiempo, dicen que los beneficios van mucho más allá de lo material. Incluyen también, según ellos, el respeto de la gente.
***
Dos horas antes de llegar a la plaza, los toreros del grupo salieron a recorrer Mariquita. El propósito era promocionar la corrida, atraer una mayor cantidad de público. Los enfiestados habitantes, en efecto, los vitoreaban y les abrían calle de honor, los recibían con carcajadas. Un solo enano es motivo suficiente para la curiosidad, pero ocho enanos juntos repartiendo adioses desde una camioneta sin carpa son ya el colmo de la rareza, el principio de la comedia. Inevitable preguntarse quiénes son, de dónde salieron, cuándo llegaron y para dónde van, cómo se conocieron y qué diablos se proponen, todas esas inquietudes que nadie se plantea frente a un tropel de personas comunes y corrientes. Los seres humanos son capaces de alquilar balcón para apreciar mejor los defectos de sus semejantes. Nada le produce al hombre tanto morbo y tanta hilaridad como la anormalidad de otro hombre. Por eso el circo es el escenario natural para burlarse del prójimo. Y para deshacerse de él entregándoselo a los leones. O a las vaquillas encrespadas como la que a esta hora, siete de la noche, acaba de saltar al ruedo. Se trata de un animal berrendo de carrera impetuosa, que en menos de un minuto se estrella dos veces contra la cerca.
Ángel le saca dos muletazos. Larry le ofrece el capote a la distancia, pero no se le enfrenta. Hugo le muestra la lengua desde el burladero. De pronto, la becerra embiste a Serafín y lo arrastra un par de metros. El público se agita: aplaude, chilla, se carcajea. La cuadrilla auxilia a Serafín y este se levanta del piso y se sacude las nalgas. Luego hace una voltereta en el aire.
Un rato después, la vaquilla pierde el último brío que le queda y jadea perezosamente recostada contra la valla. Pero en seguida agacha la cabeza y resopla con fuerza, hurga la tierra con las pezuñas delanteras, parece envalentonarse en un segundo aire. La amenaza se queda en el puro aspaviento, porque está claro que ningún poder de este mundo moverá a ese animal del punto donde se ha afincado. Entonces, los pequeños toreros se abalanzan en manada contra la novilla. Unos la jalan por el rabo, otros la trincan por los cachos, los demás se le cuelgan en el pescuezo y en el lomo. El público ruge, el animador se exalta. La vaca cae al suelo, dominada por los hombrecillos que están hincados en ella como sanguijuelas. En las graderías estalla una salva de aplausos.
Al final de la jornada, ya en el camerino, los enanos conversan sobre las cuatro horas de viaje terrestre que les esperan a continuación, para regresar a Bogotá esta misma noche. Dormirán muy poco, dicen, porque mañana temprano partirán hacia Yopal. Después vendrá un nuevo destino, y luego otro, y así. Luis Alberto Ballén, el conductor de la buseta que los transporta, estima que en el año 2006 han recorrido unos 10 mil kilómetros.
—Ésa fue la vida que elegimos— señala, Serafín, alzando el pecho de manera solemne.
Todos están con los torsos desnudos y en calzoncillos bóxer. De repente, Hugo agarra una daga para cortar un hilo que se le salió a su chaqueta verde. Entonces me mira con sorna y lanza otra de sus bromas.
—Huy, hermano, no se me ponga tan cerca. Recuerde que no hay nada más peligroso que un enano con navaja.
Los compañeros, como siempre, sueltan la risotada.
***
Irónicamente, Serafín y Jorge no alcanzan el timbre de la casa donde viven, la de ‘el Curro’. Cuando llegan de la calle, deben silbar fuerte para que les abran la puerta. Si los de adentro tienen la lavadora encendida o están oyendo música, no perciben la señal. En ese caso, a Serafín y a Jorge les toca acudir a la ayuda de cualquier transeúnte que les haga el favor de presionar el timbre.
Pese a los beneficios graciosos que menciona Hugo, ellos saben que no son, precisamente, tipos que anden por ahí tocando el cielo con las manos. La literatura rosa los ha idealizado bastante, personificándolos, a menudo, como débiles capaces del heroísmo más increíble. Pero este mundo no es Liliput, donde las criaturas minúsculas pueden sojuzgar a los gigantes como Gulliver. Y esta vida no es una quimera en la que a David se le permita derrotar a Goliat. La realidad prosaica de todos los días es que el pez grande se sigue comiendo al chico, que los vendavales se ensañan con los arbustos más enclenques.
A eso se refieren ahora Serafín y Jorge, mientras visitamos a Víctor en Corabastos. En un día como hoy, me explican, cuando no tienen compromisos con El Gran Tin Tin, cada quien aprovecha el tiempo a su manera. Víctor continúa madrugando a desgranar sus arvejas.
Lo que abunda en la cotidianidad —recalcan los tres compadres— son las desventajas: el estribo demasiado elevado del autobús, la silla alta del bar que les oprime el corazón, la curiosidad abrumadora de la gente. Para ellos todas las manzanas del árbol son remotas, prohibidas. Y las mujeres, inaccesibles. En este punto Jorge comenta que hace poco se separó de su esposa, Dayra Bulla, que mide 1,76. La humanidad produce a diario toneladas de esquelas románticas para justificarse en medio de la tormenta, pero alguien debería empezar a hablar de los amores que naufragan por los centímetros de más y por los centímetros de menos.
Para sobreponerse al mundo cabrón que les tocó en suerte, es que torean. Todos han recibido cornadas feroces, cierto, pero ése es el precio que deben pagar para demostrar que son capaces de derribar al novillo temible. Y para que todas las plazas de toros del mundo sean Liliput, ese país justo en el que los enanos pueden someter al más gigante.